Uno, que va teniendo la desasosegante conciencia de haber nacido en tiempo equivocado, tendrá que irse al más pa'llá con la pena de no haber disfrutado, en presente, de las cátedras antoñetistas. Pero siempre oyó hablar de aquel Atrevido de Osborne, el toro blanco que, como el caballo de Santiago, pasó, con pelaje que no era, a los anales de la historia. Ese, en el 66, es el tratado culmen de la teoría chenelista. Que no es otra que el toreo en pureza, el que apenas hoy puede resistir ante el acoso y derribo de las gazmoñerías del arte. Aquel que no menosprecia al Toro, que no le hurta la posibilidad de embestir a galope y cuya arma más notable es el conocimiento de un oficio, de los terrenos, las distancias y de toda aquella virtud que conlleva el privilegio de ser mataor de toros. El empaque, la hondura, la sobriedad clasicista y la huída permanente del adorno estéril y el fingimiento, hacen de Antoñete Maestro de Maestros. Torero de Toreros. Siempre la suerte cargada, la pata pa'lante, o como le cantó Joaquin Vidal: nadie arqueó la pierna mejor que Antoñete. Los saludos de capa, el mando en plaza, la lidia, sus contundentes y escuetas faenas de muleta, siempre orientadas en la búsqueda de la verdadera raíz del toreo: vencer al Toro, a ser posible, convenciendo al aficionado. Y vaya si lo consiguió.
Encorsetado como torero de clase, pero de segunda fila antes de la primera de sus multiples retiradas, volvió viejo al toreo para dejar en evidencia a aquellos jóvenes a los que muchos tomaban como maestros superiorísimos. El Capea, Paquirri o Espartaco sucumbieron a la realidad: Antoñete era uno de los llamados a la gloria: los otros, unos grandes pegapases. Bajo la aureola bucólica que le daban esos ternos en lila, malva o rosa palo con el mechón blanco, la abultada barriga y los vaivenes de los alamares de la chaquetilla, impulsados por el exceso de trabajo al que se veían sometidos sus pulmones, jodío fumeque, prontó se convirtió en torero de culto. Torero de Madrid. Profeta en su tierra.
Hace unos años me lo encontré en los alrededores de las Ventas, con su gorrilla calada, los ojillos entornados, de puro pillo, y el cigarrillo en la comisura de los labios, más castizo que el oso y el madroño. Con trapío de torero, con innata torería, se alejó de mi vista, poco a poco, entre el murmullo y las miradas indisimuladas de admiración, que con casi reverencia eclesiástica, le proferían los aficionados, a modo de reconocimiento.
Hoy me gusta imaginármelo así, yendose poco a poco, feliz, pensando en la próxima faena por hacer, recogiendo todo el cariño que sembró. Mañana dará su última vuelta al ruedo, y volverá a salir entre vítores y lamentos por la Puerta más Grande del Toreo. La de su casa.
Descanse en paz Antonio Chenel, "Antoñete". Torero de Madrid.
1 comentario:
que bonito antonio, que bien lo has descrito.
era mi torero. el que mas me hacia disfrutar de todo lo que hacia.
sus distancias y sus terrenos me volvian loco, que facilidad,esos minimos toques, parecia que embelesaba a los toros.
que en paz descanse mi torero.
nunca me han gustado los toreros de comentaristas, y él menos. pero se lo entiendo.
el saltillo pequeño le da desde este blog tan bonito un abrazo eterno
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