martes, 5 de junio de 2018

Saltillo




A Saltillo lo conocen los modernos porque lo canturrea Sabina en un verso suelto de una de sus canciones totémicas. Yo lo poco que sé es que son toros que se comportan como lo que son: animales salvajes que ejercen como tales, con sus manías cambiantes, sus intuitivos impulsos y una conducta que no se atreve a predecir ni la puta que los parió. Toros que, bienvenidos sean en estos tiempos de detalles fugaces perfectamente olvidables, de pomposos monumentos a la intrascendencia, vienen a recordarnos qué somos y de donde venimos. Que antes de que los esparragales del arte fecundaran de cursilería la tauromaquia, tuvo en ella un lugar preferencial la épica; que en tiempos donde se exigen kamasutras capoteros y ligados engranajes muleteros, los saltillos conmemoran una época en la que solo hubo lidia, que no es otra cosa que un hombre solitario decodificando el caos, creando de la anarquía indómita que propagan las reses un argumento que llamamos faena. Frente a los toros narcotizados en su comportamiento bajo el yugo domecq, oposita saltillo con toros de valium y frenopático. Toros de ay más que de óle, toros que exigen lidia más que faranduleo, toros de mátalo ya más que de bieeen. Toros que derrotan, válgame dios, toros que siembran el pánico, que es la virtud elemental de un toro. En realidad, su razón de ser. Lo que quiera el azar que sea a partir del terror, sea bravura, sea mansedumbre, sea toreabilidad, sea cualquier eufemismo usado para describir un comportamiento, son perífrasis de barra de bar para tecnócratas del cossío. Porque la raya, la frontera que marca el que es un mindundi de andanada del que tiene un par de huevos para resollar en la testuz de uno estos, lo que define lo que es un toro y lo que no, lo marca el miedo.

Porque el toro mata. Y desde su nacimiento, en el reverso de las tripas del hombre está tatuado, como un códice de supervivencia, un terror a la muerte que la mayoría de los mortales no superamos hasta que ya hemos claudicado ante ella. Y los putos saltillos, que bien desollados están, de terror sabían más que Stephen King,  que daba espanto verlos corretear azuzando la parca contra todo dios, portando en sus intenciones más veneno que casta, intenciones que, como manda su naturaleza, jamás fueron buenas para el humano, mansos, ladinos y cobardes como un usurero, se limitaron a vender caro el pellejo a cambio de vacías e imposibles promesas de triunfo. Tan desagradecidos, tan ásperos, tan auténticos, tan peligrosos, tan malos que han puesto al torerazo Chacón en órbita. 

¡Viva Saltillo!