miércoles, 27 de diciembre de 2017

Cazarrata


Murió entre algarabías y lanzamiento de blasfemias. Bajo un arcoiris de vituperios del juampedrismo. Lo puso todo, como patrocinador oficial del alzamiento popular que escracheó esa noche cada rincón, cada tertulia. Formó, en un santiamén, un dosdemayo farruco, con las mulillas arrastrando el fervor popular al compás de una bulería por cascabeles. Marchó jaleado por los integristas, recitadores vesánicos del "sin toro nada tiene importancia", ese eslogan para sobres de azucarillo que suena a canto gregoriano. Toristas encantadores de ciempiés, doctores honoris causa en demagogia carismática. A esos, se les caía la baba viendo el cárdeno sembrar el pánico, reeditar las apolilladas litografías de la Lidia. Una de esas ocasiones en donde la historia imita a la literatura.

 Fuera de su hábitat natural, lejos del confort y fiabilidad del carromato domecq, por ahí estaban, los ultrasur de la cursilería, claveleros de alto copete, los que se cortan las venas con un macheteo morantiano, aferrados, como Míchel a los cojones de Valderrama, a la vieja triquiñuela mojigata de la promesa. Más miedo tenían que siete viejas. Encomendados a santos, vírgenes, mártires, elefantes con tres cabezas, yo que sé. Abiertos en canal a cualquier entidad teológica que entrara al quite de los abajotoreantes. Juraban en arameo y se santiguaban como santurronas en Lourdes. In Nomine Patris Fili et.., expulsa los demonios del cuerpo, Cazarrata.

Un rato antes de semejante festival de psicodelias y monomanías, a través del agujero negro de toriles se manifestó la casta, que es el chispazo con el que el diablo enciende las calderas del infierno. El marrajo parecía extraviado de un relato de Stephen King. Que se lo pregunten a Sánchez Vara, memoria en carne viva del coraje, que impartió una masterclass de suprema dignidad torera. Lidia dieciochesca, quites, capotes al aire, tomas olímpicas de olivo. Polvo, sudores, moscas, ronroneo del populacho. Monosabios pegando gorrillazos, los pencos, pa'lante y pa'tras, trotando la yenka. El tercio de varas, convertido en el abyecto arte del rejoneo. Después, el castigo con arponcillos negros, que es la despedida de soltero del manso. La más deliciosa entropía ibérica que un día nos mangaron los señores que mandan en la Fiesta.

 La lidia, esa romería más bella que la Victoria de Samotracia.

 El miedo, denso como el napalm, se podía mascar. La pelandusca de la guadaña revoloteaba por las Ventas como los vencejos, esos pajarracos adoptados por la Maestranza como dj's del silencio. En entrebarreras, el tribunal de la inquisición taurino preparaba leña para la hoguera; Sánchez Dragó, el okupa del burladero de la empresa, entraba en un extásis que sólo le procura la costa tahilandesa; en el tendido, algunas erecciones de sádicos se pudieron palpar, siempre bajo la atenta mirada de una crítica (anti)taurina que, afilando la pluma en piedra pómez, procedía a la lapidación pública del bicentenario hierro de Saltillo.

 Como Sánchez Vara ya sabía que no iba a encontrar con Cazarrata el maná de los toreros, abrevió con la muleta, faena que tuvo tres fases, a cuál más intensa. Un mecagoendiós. Un pase de muleta. Y un golletazo mortífero. Una clase práctica, de no más del cuarto de hora, de teoría darwiniana, tentadero de supervivencia, reducida y deconstruida a la más minimalista, cruel y auténtica ecuación. Matar o morir, no hay elección. Plata o plomo, hijueputa. 

Murió este querido bicho como sólo mueren los elegidos.



viernes, 20 de octubre de 2017

Diatriba contra el arte



Al contrario que proclama la frasecita de marras, corren, tanto que vuelan, buenos tiempos para la lírica.

Lírica que da cobijo a mediocridad y cursilería, normalmente bajo el disfraz de modernidad -alpiste premium para los pobres-. Un modernerío con ubres que amamanta, como la perra loba a Rómulo y Remo, a la nueva sociedad, súbdita y esclava de la opinión exprés, del pensamiento inane y de las redes sociales -¡fiestas del pueblo con paletos aporreando iphones!-. Son estas un biotopo de condiciones cojonudas para la proliferación de una melancolía pantagruélica, del peripatetismo y de la flema presuntuosa.

No escapa de esta tragedia la tauromaquia, enferma de mirarse el ombligo, y que en los estertores finales de su viaje a mejor vida, se agarra al clavo ardiendo de la translocación cultureta, exorcismo por bulerías, a una de las Bellas Artes.

Reubicar el arte de cúchares en el mismo agujero negro ye-ye que las chicas almódovar o pitingo -virtuosismo ñoño, farándula demodé- es arrojar la última palada de tierra sobre su ataúd. Si de algo ha podido presumir siempre este espectáculo es de ser incatalogable. De un salvajismo enciclopédico, deconstruido a modo para las avinagradas papilas gustativas del hannibal lecter íbero. Qué diantres de ministerio, circunscripción o etiquetado va a necesitar el toreo, que logró a lo largo de los siglos lo que ningún otro magno imperio: sobrevivir a sí mismo y a sus parásitos, que fueron y siguen siendo legión; tampoco nació rey que le hiciera claudicar; ofreció la otra mejilla cuando fue excomulgado por el sumo pontífice de Roma; de guerras salió airoso; y su sancta sanctórum, el reto a muerte entre el hombre y la bestia, corrió como la pólvora por diferentes civilizaciones, con más formas que el diablo en el desierto y más fervor que cualquier otro rito ascético. Al fin y al cabo, la Tauromaquia es la primera religión que alumbró la Tierra y la última leyenda mitologica que verá Occidente.

Dejando de lado las inclinaciones y desvaríos taúricos de cada fulano, ca uno es ca uno, la triste realidad es que la sentencia agorera de que cualquier tiempo pasado fue mejor, mantra histórico y jacutaloria perpetua de la caterva torista, es una descarnada certeza.

El tópico nos explotó en la cara mientras nos partíamos la camisa.

Para tan absurdo éxodo, que nos lleva desde la reconversión del arte de la lidia, asunto grave, hasta cenagales colmados de artisterío, affaire bufo, se han aniquilado los valores iniciáticos que acunaron los juegos de toros. El lenguaje se ha emputecido, y ya nadie pregunta qué toros se lidian, sino quién torea hoy. Es ya de uso y costumbre la semántica bastarda y tolai: cuando se dan bichos en puntas, encastados, de respeto, se dice toristas- entonces, ¿las otras?-; si compiten dos hierros entre ellos, es un desafío -¿acaso someter a juicio público el fruto propio y de tu linaje ganadero no es ya un desafío cada instante, cada tarde, cada generación?-; y si se da importancia a todos los tercios, se aplica la excepcionalidad de total -¿son el resto festejos parciales?-. Eso cuando a la rufianería empresarial no le da por presentar un cartel con el prestigiosísimo hierro de los Excelentísimos Herederos del Duque de ganadería por designar. 

En las corridas extraordinarias, los mentefrías de los despachos, lo bordan: son extraordinamente casposas. Las benéficas no dan ni pa pipas; la representación de la goyesca tiende más al pop art de Andy Warhol que al folletinesco pincelar de Francisco de Goya y Lucientes; la extraordinaria de la prensa  brinda el único momento de la temporada en el cual se juntan ambas palabras sin que tengamos que enterrar la cabeza, por vergüenza ajena, en un hoyo, como el avestruz; bajo investigación pericial se encuentra la picassiana, con objeto de esclarecer si homenajea a Picasso o a Javier Conde, que se parecen lo mismo que un huevo a un cojón; y en la pinzoniana algunos pueden vestirse de negreros sin levantar sospecha. Esta es la lista de los festejos top del año a ojos del mundo, aquellos que nos asoman al balcón de la sociedad, y esto es lo que le damos: pura propaganada antitaurina. Lo que sirve para describir la fatalidad en el diagnóstico del enfermo.

El ethos de la corrida, lo mollar, cómo no, también se pervirtió con el paso del tiempo. No es ya finalidad principal la buena muerte del toro, sino la diversión de la muchedumbre. Panem et circenses. Para ello es condición sine qua nom que el morito no entorpezca el espectáculo y permita el buen desarrollo de la función. Mascarada que ha traído ruína y llanto a unas dehesas que se han convertido en una torifactoría de productos almibarados. El resultado es el triunfalismo de lo aritmético frente a lo legítimo. Así, en el ábaco que tiene en mente cada aficionado, al final del festejo, suman más las orejas cortadas que el número de varas, la cantidad de avisos suele superar a la de volapiés, y las caídas del toro duplican holgadamente las de los pencos.

La bravura tribal, para el ganadero de hoy, es un mal necesario, un hijo no deseado, pero querido -canita al aire, y de penalti, se casó el semental -. Véase enchapado, en el interior del esqueleto de las Ventas, un azulejo a mejor festejo de San Isidro, en honor a una corrida de mansos; ahí están las modernas hemerotecas, repletas de mansos de vuelta al ruedo. Mansos indultados. Mansos clandestinos, gracias al analfataurinismo del puyazo único. Mansos pícaros, engaña mendas, que van al desolladero y a las crónicas ensalzados como bravos. Mansos que veinte años después sigue discutiendo la afición si de verdad fueron mansos. Mansos ovacionados en el arrastre. Mansos con cortijos en los pitones (sic), en lugar de media docena de avivadores negros en el morrillo alto. Mansedumbre que pone en dineros y da prestigio, y compite en tramposa ventaja con la bravura, que atormenta, da disgustos y manda con los albañiles.

Y de mansos y lacayos, atónitos asistímos al auge de la juampedrocracia, tiranía cuyos estatutos imponen la nobleza, toreabilidad y complicidad del toro con los manteadores contemporáneos. Yugo que ha mandado al cadalso a las demás castas, en lo que es el mayor exterminio histórico, económico y ecológico que haya sufrido el pueblo íbero en su relato milenario. Crimen de lesa tauromaquia que pare y augura macabras ensoñaciones en tierras bravas: condesas arruinadas; cuervos anidando sobre la amplia calavera que protege el pórtico de Zahariche; telarañas que forran de olvido los avíos de tienta en Comeuñas; viejos pasodobles caídos en los rincones de un cortijo cualquiera; voces de ultratumba -¡vista! ¡otra! ¡pónla!- en una tronera de la placita de tientas, invadida por las jaras y el tomillar, en las Tiesas; el eco de un toque de clarín, seco y largo como un zagal de la posguerra, que suena, con pentagrama de tercer aviso, en las ruinas amuralladas de la Ruiza. El puntillazo a un era. El fin de un sueño.

El palabro monoencaste esconde tras de sí una tragedia aún mayor: la unificación de lidias, estilos y criterios en una sola y repetitiva realidad: bienvenidos a la era de la monomentalidad.

Los demandantes de la materia prima origen juampedro, coletillas de corte estilista que salen en la cofradía del santo pellizco, han evolucionado hacía una psicología mercantilista y artificiosa. Ahí tienen sus obras de arte, preconcebidas desde el hotel, en las antípodas de la naturalidad, sota caballo y rey muleteril, esportones repletos de puritita antiinspiración. Faenitas sin sesgos de personalidad que remarcar, requete entrenadas de salón; urdidas en largas noches de duermevela, buscando a golpe de ratón la gracia toreadora de maestros antiguos en youtube -la tapia 2.0-. Trillada majeza artística subrogada a un plan, pues necesita de una modificación organizativa del festejo que requiere de un completo sabotaje de los aspectos externos: eligen compañeros y vetan rivales; escogen ganaderías, y dentro de las ganaderías reatas, luego, el individuo; los sorteos los esquivan o amañan -cuando pueden-; y los más caprichosos se atreven con la granulometría y humedad del albero, con la inclinación topográfica del pisoplaza o se visten de kaleborroka y oro para echarle cojones a la Autoridad.

Estos, precisamente a estos, me cago en mi puta vida, son aclamados como románticos por gran parte de la afición. La turba siempre elige a Barrabás. La crítica, poetas del régimen, azuza guapamente al partidario, que es un mártir de andanada, un bendito que acude, con compungimiento de beata y la ilusión de un recién casado, a eso de las seis a la cita con la fe. Y espera -¡hoy va a ser! que es un hoy embaucador tras el que se esconde cobardemente el nunca-, en forma de verónica, molinete o simple pestañeo, la aparición mariana de Nuestra Señora del Perpetuo Pare del Tiempo en el Muñequeo de Morante. Necesita, el devoto, del chantaje, no importa el dinero, no dará la voz de alarma; tampoco avisará a la pasma, volverá mañana esperando el rescate.

 Y de entre todos los casos estudiados, el morantista es mi animal mitológico favorito.

 Esta gente de coleta, de cuyo nombre no quiero acordarme, tiene el comodín de la bula: el fracaso los engrandece tanto como el triunfo, las espantás se las lleva el viento y los éxitos quedan manuscritos en una gran antología de florilegios de cante jondo y arrullos de pluma garbosa.




Lejos quedan aquellas coloridas tardes de atmósfera cargante, agrias polémicas y exaltación popular, cuando cada corrida era una romería de fervorosos aficionados acudiendo al coso taurino, como hormiguitas buscando su ración de miga de pan. Curioseas, a cuatro dedos de la nariz, una foto de la plaza vieja de Madrid y el tufo a tripas de caballería te noquea las fosas nasales, como una esnifada de vips vaporub. Emanan más olores. A chamusquina, pólvora y fuego. Fogatas en las banderillas. ¡Es un manso! Así, sí. Perfume de lavanda, debe haber una cupletista en barrera. Qué de banderilleros esquivando gañafones de metralla por detrás. Y cómo zigzaguean para sortear la casquería equina que empieza a hervir, glup glup glup, en la arena. El toro, poca cosa. De tiene que haber en la viña del Señor. También los hubo guapos, viejos, rabones, cojos, avacaos, astifinos, toreaos, cabrones, cobardes, burriciegos, asesinos y maricones. Yo que sé, antes había tantos tipos de toros como parieras se daban. Y tantas lidias como muertes se ofrecían. Bien está el oro que llevan en la chaqueta los picas. Sus huesos están más rato esponjando el suelo que altaneando en la cabalgadura.

Por ahí anda Gallito, Rafael. No está agusto, lo que se dice agusto, no, con este toro de Colmenar, pero tiene su aquel. Qué gesto tan poético, Rafaé, dando una morisqueta con cara de chupar limones. Vaya tiempos. Entonces el toreo pertenecía aún al reino de los héroes. No digo que ahora no haya mitos, que haberlos haylos, pero mucho esfuerzo ponen los toreros en humanizarse. Los quites no estorban y dejan al torico en suerte. El adorno es, en la mayoría de los casos, una coartada para disimular una mala tarde. Los derechazos, base del muleterío moderno, aquí son pases defensivos, sin mérito. Desconozco de que año es la foto, pero a Enrique Ponce le faltaba para nacer, o sea, que las poncinas no me van a joder el éxtasis del momento. Las telas, eso: telas. La espadas, pues lo mismo: espadas. Le va a dar la del pulpo cuando la cambie a la zocata, entre el viento y que se han visto tangas con más paño que esa muleta. La izquierda es de poder a poder. Siempre. Y se exige. Veintitrés pases mal contaos. Y ronronea el tendido. Muchos pases son, Rafaé, para prepararle la muerte al manso. A un lidiador artista de su categoría se le presupone mayor maestría. "Faena larga, torero corto", parece que adivino el pensamiento a un paisano del tendido, con cara de pocos amigos, en lo que imagino sería una de las células embrionarias del tendido siete. Una lagartijera, palmas y vítores, y ruido de cascabeles por doquier, diosteguarde Gallito. Amén.



Morantistas, talibanes, curristas, ensoñadores, integristas, fanáticos, toristas, tomistas, visionarios, toreristas, claveleros, ojedistas, gallistas, reventadores, miuristas, belmontistas.
 Qué más dará.

Sólo aquellos que tienen los muslos abiertos 
saben de la grandeza del toro

Solo aquellos que poseen el arte de matar a costa de perder 
el poder de vivir saben la grandeza del hombre

Solo aquellos bendecidos con esos dos sacramentos
se pueden llamar toreros




miércoles, 4 de octubre de 2017

Victorino

Siempre ví a Victorino como un comandante Jacques Costeau con garrocha, un analfabeto con más conocimientos de genética que los guiris que descubrieron el a-de-ene. La Historia nos ha enseñado que en España nunca hizo falta un Hardvard para tener eruditos. Aquí directamente los pare la tierra y de ellos brota una sabiduría ancestral, congénita, con carácter de tribu. No tenemos indios sioux, pero tenemos paletos.

 Antes de que existieran las legiones veganas de biólogos con trapío de ministro, y ecologistas con chanclas y calcetines de pret a porter y deo gordo con uña aguileña, Victorino Martín Andrés ya impartía, entre encinas y lagartijas, cátedras de zoología, sostenibilidad medioambiental y botánica. En el fondo y a pesar de su anticuado aspecto, fue un adelantado a su tiempo.

Tiempo que no tardará en encumbrarlo a su verdadero su lugar. Historia de España. Si tras el ataque de lobo ibérico aún obnubila, imaginariamente, la voz gregoriana en off, como de monje de Silos, de Félix Rodríguez de la Fuente, a Victorino se le recordará por los siglos de los siglos, tentando grises machorras con su inconfundible expresión socarrona. Tratarlo de ganadero de prestigio, es infravalorarlo. Como naturalista ha dejado en herencia un patrimonio único e irrepetible: los vitorinos.

De sus toros está practicamente todo dicho. El genésis de un festejo taurino es el Toro, máximo representante en el mundo de los vivos del terror. Y a terror, siempre ganó un victorino. Dueño de las pesadillas de los más valientes espadas, fredy kruger cañí. Si en una corrida ordinaria se venden pipas; en una vitorinada, dodotis. Y únicamente el tabaco ha mandado más pacientes a la consulta del cardiólogo que el Señor de las Tiesas.




 Ayer se nos fue Victorino Martín Andrés
el ganadero del pueblo

Que la tierra le sea leve


lunes, 19 de junio de 2017

Fandiño







Tampoco ha pasado tanto tiempo desde que los yonkis de andanada, adictos a la papelina diaria de solymoscas, sonreíamos, ya desenganchados, por fin, del viejo vicio, de la puta tauromaquia, cuando apareció, como de la nada, una pantasma gallista, el montaraz Fandiño, a mi escaso entender, el matador más importante de lo que llevamos del XXI. El advenimiento del orduñés nos valdría para volver a las andadas, con una sutil diferencia: por fín había alguien que anteponía la autenticidad a la banalidad; la integridad a la corrupción -verdadera Fiesta Nacional-; la hombría castellana a la mojigatería clavelera y la heroicidad a la pamplina esa del arte.

Fandiño fue, es, y será por los siglos de los siglos, ojito derecho de la denostada afición torista, sectarios del toro cabrón, tertulianos de cossío y tuiter, esa chusma selecta a la que con tanto agrado pertenece uno. Nunca olvidaremos sus faenas, ya reproducidas en la retina en blanco y negro, a lo toreo de autor, el pulso a los jésiete, luego a los jédiez, el ni un paso atrás, ese no claudicar en despachos y su expresión de fiereza haciendo el paseíllo: sólo le faltaba el puro en la comísura para ser Clint Eastwood. Y siempre con los cojones por bandera.

 Qué perturbador ese caos que envolvía al maestro como el fuego del espíritu santo, el uys y el ays, las chicuelinas desbocadas, los óles tragando saliva, que son olés que estrangulan, las gaoneras a tragantón, la bancarrota de los vendedores de pipas -los verdaderos triunfadores de San Isidro, dos años más de Simón Casas y todos amanciosortega-; esas guerras napoleónicas de muleta repletas de enganchones, mando, gañafones y verdad; el par de zapatillas, clavadas al albero, como astronauta a la luna, mientras el manso con resuello a azufre te muge en la nuca. Y el tío sin pestañear. Qué cojones, Iván. Como te tiraste a matar sin trastos contra un hijoputa de seiscientos kilos y dos navajas cuando los histéricos del tendido no somos capaces de tirarnos así a la piscina por si el agua está muy fría. 

Todavía deben retumbar en los tímpanos del starsystem el "no me alivio porque no me da la gana", chulería -la chulería en un torero debería de darse en alternativa y ser obligada, como la peineta en la martirio- que escupió en una radio allá por el trece, cuando estaba moviendo el avispero y algunas puertas se le cerraban. Y buena fe que pueden dar aquellos bienaventurados que lo vieron en capeas carnavaleras, plazas portátiles de Ikea y talanqueras propias del spaguetti western sin volver la cara en ningún momento. 

La encerrona de Madrid, momento clave de la tauromaquia moderna, terminó representando eso tan español de lo que pudo ser y no fue.  El cartel, biografía y lápida de una vida, continúa estremeciendo al más pintao: lleva su a coronada, su herradura, la pé con la cruz, la uve en el hexágono, la eme con boina y su jota con la e; laberinto del minotauro cañí, un mapa de la historia de España trazado con sangre y oro; cuenta la leyenda que si te concentras en el cartel y le chistas eeeje toro tres veces antes de dormir se te aparece cazarratas en sueños. 

Y allí que estábamos todos, como una familia -o una secta de iluminatis, para las buenas gentes del clavel y gintonic-. Veintitantos mil, un ejército, pero eramos más, bien lo estamos viendo estos días. Con Iván abriendo plaza, al abordaje de cultura, desafíando al monoencaste, preparados para escupirle a la cara al toreo moderno, con el colmillo retorcido y la navaja afilada, contra el empresario mangante, el ganadero juampedrero y las figuras de pitiminí,  prestos a abanderar un nuevo tiempo con raíces en lo viejo que, como no puede ser de otra manera tratándose de nosotros, fracasó con estrépito. 

Hasta para fracasar hay que tener suerte.


Que la tierra te sea leve, 
Iván Fandiño Barros, 
Mataor de Toros