La próxima semana se vota el primer trámite de la ley que puede prohibir las tardes de toros en Cataluña. La decisión final no se conocerá, probablemente, hasta la primavera, pero esta votación de la semana próxima será muy indicativa. Alrededor de la votación hay muchas cuestiones de interés. Una, fundamental, es esta hipocresía flagrante de la libertad de voto a la que CiU y Psoe se han acogido. Sus diputados no estarán obligados a votar en razón de lo que dictamine la dirección del partido. Un modo interesante de eludir la única responsabilidad que cuenta en la política española, que es la responsabilidad de la marca. Tanto si el resultado es favorable a los defensores de los animales y a los perseguidores de los españoles, como si es contrario, convergentes y socialistas no sólo salvarán el alma sino la cartera. ¿Quién podrá pedirles cuentas, cuando han dado a los hombres la libertad de separarse de la marca? En los parlamentos dirigistas, como los españoles, la libertad de voto se ha convertido en un excepcional sistema de disimulo. Así, cuando a don José Montilla le interpelen por el resultado de la votación siempre podrá contestar: «No ha sido cosa del PSC, sino de los socialistas!» La práctica tiene, por último, una solemne ventaja: puede uno presumir en público de la libertad de voto mientras por dentro, y en conversaciones privadas, aprieta el dogal.
Me gustaría que el lector no viera en lo que antecede nada más que una meditación técnica. El fondo del asunto me trae sin cuidado. Yo voy a los toros y gusto de ellos como el que va de putas. O sea, sin presumir. Más bien como el adicto a un vicio poco confesable. Peco. Me gusta. No quiero bendición ninguna. Si no puedo ir a ver a José Tomas en Barcelona iré a verle a Madrid o al Puerto. O a Ceret, que tocan Els Segadors antes de que la corrida empiece. ¡Me importará a mí lo que hagan o dejen de hacer en la ciudad de los doce Apóstoles!
Sólo que me jode el retintín.
Arcadi Espada, en Interviú
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