miércoles, 25 de noviembre de 2009

Belmonte el conquistador




Así nos cuenta Don Juan Belmonte como se enamoró Julia Cossío de él, según la prensa sensacionalista de la época, que Anarrosas y Mariteres simpre las hubo y, por degracia, siempre las habrá.


¿Quieren saber ustedes cómo conquisté a mi mujer? Yo me he enterado recientemente, al leerlo en una importante revista norteamericana. Es muy bonito. Verán ustedes:

Yo salía aquella tarde de hacer el paseíllo, envuelto en mi capote de seda bordada y llevando en la mano un gran ramo de rosas. Al compás de un pasodoble crucé la plaza al frente de mi cuadrilla, llevando siempre en la mano aquel ramo de rosas, como si fuese una cupletista, y, despues de saludar ceremoniosamente a la presidencia, me fui derecho hacia un palco, donde estaba ``Ella´´. Al llegar aquí, el periodista norteamericano que cuenta el suceso describe la belleza de ``Ella´´ con floridas palabras, que sinceramente agradezco. Describe también con vivos colores el movimiento de curiosidad que se produjo en los millares de espectadores cuando me vieron avanzar hacia aquella mujer bellísima, siempre con mi ramo de rosas en el puño. Ella tomó rumbosa las rosas que yo le ofrecía con gallarda apostura, y cogió una de ellas, las más roja, la besó y me la ofreció a su vez no con menos gentileza. Yo me coloqué aquella gran rosa en el ojal (?) de la chaquetilla y, llevándola sobre el pecho como la más preciada de las condecoraciones, me fui, lleno de súbito coraje, hacia la fiera, que me esperaba rugiendo desesperadamente, mientras yo hacía aquellas cortesías y zalemas.
Echando espumarajos por la boca y fuego por los ojos, el terrible toro se precipitó sobre mí. Yo adelanté el pecho, y el húmedo hocico de la bestia pasó rozando junto a la rosa que ``Ella´´ me había devuelto. Parece ser que este sencillo hecho me irritó sobremanera, aunque no sé exactamente por qué. El caso es que me irrité muchísimo, y ya una vez irritado, me empeñé en hacer rabiar a la fiera, pasándole la rosa una y otra vez por el hocico, para lo cual yo, en cada lance, le ponía el pecho en el morro.
Al llegar a este punto, el cronista yanqui vuelve a describir con patético acento la escalofriante emoción de la multitud, suspensa ante la tragedia del toro y de la rosa, que se veía venir, que se mascaba. Ocurrió, al fin, una cosa sorprendente, algo entre prestidigitación e ilusionismo. El toro, limpiamente, con el más hábil juego de pitones que puede imaginarse, enganchó la rosa roja y me la sacó del ojal de la chaquetilla, llevándosela prendida en el asta. Al ver esta maravilla, mi mujer se desplomó diciendo: ``¡Esto es terrible! ¡Este torero me ha conquistado! ´´

Así conquisté yo a mi mujer, según he leído en un periódico norteamericano, de cuya seriedad no me atrevo a dudar. Yo creía antes que la cosa había sido mucho más sencilla. Verán ustedes...




Extraído de la biografía de Juan Belmonte, de Manuel Chaves Nogales, no es la primera ni será la última vez que escribo en esta bitácora sobre este libro, muy apetecible.







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