El toreo, en esencia, antes de que el lobby cultural lo secuestrara de sus raíces ancestrales, es eso que el aficionado ha podido sentir en sus entrañas durante el rato, que se nos hizo cortísimo, que duró la sagrada comunión del toro y el hombre con la muerte. El rito, que ha podido sobrevivir a reyes crueles, papas tiranos, dictadores déspotas y sociedades maniqueas, lo ha hecho gracias a hierros como el triguereño, cuyos toros, unos mejores, otros peores, han vuelto a poner en suma los valores que nunca debieron perderse. El miedo; la emoción; la dificultad de hacerse con la voluntad de una bestia; la importancia de todo lo que se haga delante del garlopo; el cuidado en los más mínimos de los detalles; el orden y la hombría, virtudes espartanas que hace tiempo sucumbieron al travestismo de la tauromaquia en esas cosas escochambrosas del arte y que nadie puede aún explicar de qué demonios va sin caer en la cursileria o el flamenquismo español, que diría Eugenio Noel.
La corrida mandada por Don Fernando Cuadri a uno de sus fueros, aún sin toros de vacas, que aquí nadie se da coba con corridas del siglo semanales y falsas antologías que luego tornan en cantes gordos, fue de nota. Impecables en cuanto a trapío, se da por hecho que a Comeuñas se va el premio al encierro mejor presentado. Bien comidos, lustrosos, duros de pitones, de pelos limpios y brillantes, con culata, pechos y romana, con sus marcas del herradero bien tatuadas y definidas, y las pezuñas como tienen que tener estos bichos las pezuñas, y no esos que se ven por ahí, que las tienen como los chanchos, que dicen en suramérica. Vamos, que si uno se tropezara por la calle con uno de estos galanes los reconocería de inmediato, "vaya, ya tenemos aquí otro año a la familia Cuadri Vides."
En cuanto al comportamiento, si hay justicia, que aquí no lo hay, también suyo sería el premio a mejor toro y corrida más completa, que no está mal para ser uno de esos hierros repudiados por las figuras y escupidos y pisoteados bajo la lápida del torismo. Exceptuando quinto y sexto, que acusaron más nobleza de la cuenta, el resto sacaron disparidad de comportamientos, todos de juego interesante, encastados, listos, nobles, pero de esa nobleza viva que nunca debió abandonar el toro de lidia, algo justos de fuerzas y a menos, todos, en el tercio de muerte -para las equivocadas exigencias en cantidad de pases que se requieren hoy-. Pero al cuarto hay que echarle de comer aparte.
Remendón, que venía de reata con fuste, de la familia de los
zapateros, conocida ya por los aficionados como antiguamente era sabida de carrerilla la lista de los reyes godos, pues en Comeuñas se cuida todo, hasta los nombres, cada uno de ellos es portador de una historia, un presente y un futuro, y ahí que no se verá al bueno del mayoral hacerle el rabisaco en la derecha y el despuntado en la izquierda a una vaca de nombre Pantomima, como hemos visto que salen en casas de otros ganaderos que van dando lecciones por ahí, mientras pierden los papeles en los callejones de esas plazas de Dios. Todo suma. Y todo resta.
El galafate, guapo y hondo como el solo, tuvo la suerte de tropezarse con un torero cabal, Javier Castaño, que no dudó en satisfacer las exigencias del respetable y hacer lo que no ha hecho todo el G-10 en una sola de las tardes de esta temporada: poner
eso en suerte. Hasta tres veces lo hizo, siempre atento al protocolo de la lidia, dejándolo bien largo, mandando en jinete y caballo. Y tres veces que Tito Sandoval, que es
gente en esto, lo citó de largo con maestría, toreando sobre el penco, incluso gustándose. Con buen criterio, midió mucho el castigo, y protagonizó un tercio de varas vibrante por lo emotivo y casi clandestino del momento. De seguido, David Adalid, otro que es
gente aquí, con los rehiletes dió una lección de torería y hombría, colocándole en el canto de una perra gorda, citando y retando en largo, dos pares de aúpa a uno de Cuadri, que ahí es ná. Y la plaza en pié, los abonados, los que han sufrido a los benjumeas, los juampedros y los veraguas, pellizcándose para despertar del sueño, llorando de alegría, por ver al fin el toreo en plenitud. Sin la censura de las figuras ni los atropellos de las modas. Ya con la pañosa, y con la montera calada hasta las cejas, se empeñó Castaño, otra vez, en volver a darle distancias al morito, dejarlo que venga al galope para traerselo toreado, como mandan los cánones, haciendo el toreo de adelante hacía atrás y de arriba a abajo. Unas veces salió aquello mejor, y otras peor. Pero nunca dió un paso atrás, con mucha firmeza no dejó que el bicho se le subiera a las barbas, que es parte importante en el argumento de las corridas. El fallo a espadas, clamoroso e imperdonable, le hizo perder dos orejas y posiblemente, la vuelta póstuma para Remendón, que al final fue arrastrado entre una gran ovación.
Iván García y Paulita merecen todo el respeto del mundo, además de ser valientes para matar esta clase de corridas con lo verdes que están, han mostrado ser grandes aficionados, mostrando los toros, aun en su propio perjuicio. Gratitud eterna y
peros ni uno para ellos.
Al acabar, los revistosos se quejaban -nunca se quejan, pero
antier y ayer, sí, tocaba- de que la corrida ha sido mala porque no se han paseado orejas. Mentira. Sí que se han paseado, como cada tarde en la que le llega el buen toreo al aficionado. No había nada más que verle salir de la Misericordia con el pañolico y la sonrisa de pánfilo, engatusado por lo que acababa de ver, Paseo María Agustín
pa' bajo, haciendo palmas por bulerías con las orejas porque, por fín, había visto la tauromaquia en todo su apogeo.