Sin toro, la música callada del toreo, de la que escribió José Bergamín, es una canción muy triste. Sin toro, nada tiene importancia. Por eso, esta imagen es grotesca en su composición. La fiesta de los toros se resume -espumas artísticas y debates parlamentarios al margen- en la dominación de la fuerza de la bestia por la inteligencia y el valor del ser racional. La vida y la gloria, la muerte y el fracaso se juegan en una danza protocolaria y real en la que el animal termina -la mayor parte de las veces- cayendo a los pies del matador. Cayendo, no tropezando.
A Conchi Ríos se le quedó esta cara cuando el novillo de Manolo González, que lidiaba en la plaza de toros de Castellón, clavó los pitones y dio una voltereta de 400 kilos, tremenda costalada de carne. Hay algo en la expresión de la novillera, con su montera impecable, su espigada figura y su traje de luces aún inmaculado que dice: 'esto no era lo pactado'.
O sí. Juran los apologetas de la fiesta moderna que esto ocurre cuando los toros son buenos, porque bajan mucho la cara y pasan sus dos puñales en vuelo rasante sobre la arena. No sobre las femorales de los toreros. A esto le dicen 'humillar' y es hoy en día el mayor valor de un animal que está diseñado genéticamente para el lucimiento del matador. Como éste, que termina a los pies de Conchi Ríos, mezcla de guerrera amazona antes del combate y duquesa victoriana preocupada por sus invitados al baile. Bergamín también dejó escrito que el peor insulto para el toro es la compasión.
Publicado por Chapu Apaolaza en La Voz, 3-III-10
Publicado por Chapu Apaolaza en La Voz, 3-III-10
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