Siempre ví a Victorino como un comandante Jacques Costeau con garrocha, un analfabeto con más conocimientos de genética que los guiris que descubrieron el a-de-ene. La Historia nos ha enseñado que en España nunca hizo falta un Hardvard para tener eruditos. Aquí directamente los pare la tierra y de ellos brota una sabiduría ancestral, congénita, con carácter de tribu. No tenemos indios sioux, pero tenemos paletos.
Antes de que existieran las legiones veganas de biólogos con trapío de ministro, y ecologistas con chanclas y calcetines de pret a porter y deo gordo con uña aguileña, Victorino Martín Andrés ya impartía, entre encinas y lagartijas, cátedras de zoología, sostenibilidad medioambiental y botánica. En el fondo y a pesar de su anticuado aspecto, fue un adelantado a su tiempo.
Tiempo que no tardará en encumbrarlo a su verdadero su lugar. Historia de España. Si tras el ataque de lobo ibérico aún obnubila, imaginariamente, la voz gregoriana en off, como de monje de Silos, de Félix Rodríguez de la Fuente, a Victorino se le recordará por los siglos de los siglos, tentando grises machorras con su inconfundible expresión socarrona. Tratarlo de ganadero de prestigio, es infravalorarlo. Como naturalista ha dejado en herencia un patrimonio único e irrepetible: los vitorinos.
De sus toros está practicamente todo dicho. El genésis de un festejo taurino es el Toro, máximo representante en el mundo de los vivos del terror. Y a terror, siempre ganó un victorino. Dueño de las pesadillas de los más valientes espadas, fredy kruger cañí. Si en una corrida ordinaria se venden pipas; en una vitorinada, dodotis. Y únicamente el tabaco ha mandado más pacientes a la consulta del cardiólogo que el Señor de las Tiesas.
Ayer se nos fue Victorino Martín Andrés
el ganadero del pueblo
Que la tierra le sea leve
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