Antonio Bienvenida
El Ruedo
Se acabó el prólogo. La seda se refugió en los barandales de las barreras. El clarín agudo acaba de poner calma en el tendido; expectación en las ballas, inquietud en el espectador, desasosiego en el torero. Todas las miradas quieren converger a la par en un sólo punto. En el portón de los sustos. Como en esos escenarios donde al proyección de luz va recordando la siuleta de la cantante, en el reducido plano -antes de lo imprevisto- de la puerta del toril, se acaban de dar cita todas las miradas. Va a salir el toro. Pero no sale de una manera vulgar y corriente. Le acompaña un rito. La ceremoniosa actitud del encargado de los toriles, quien, pausadamente, se adelanta unos pasos, como el guardameta celoso, de su marco, mira a la derecha, luego a la izquierda, otea al fin en un mirada circular que barre todas las faldas de la roja barrera, y consciente de su responsabilidad, satisfecho previsión, descorre a una mano el grueso cerrojo.
Y... La salida del toro, fuente de inspiración de poetas y pintores, es ya motivo de honda preocupación para el torero de turno. Diríase que de su primera impresión, del choque primero con su negra mole -el color preciso del pelo del toro llega a nuestra retina más tarde- depende de nuestra felicidad o nuestra desgracia.
Si es de verdad que la vida lo que manda es la simpatía; si es cierto que amistades profundas, amores eternos, fundamentaron sus cimientos en la teoría popular del flechazo, no es menos cierto que de la simpatía o antipatía que le produzca a un lidiador, este su primer encuentro visual, depende en gran parte el acierto o desacierto de sus faenas.
Aunque palabras veraces, consejos inteligentes, pronósticos técnicos, le hayan hecho creer a uno, en la mañana, terminando el sorteo, que el toro tal o cual es así es asado, la verdad, lo único intangible, es que hasta que el toro no acaba de salir y se nos presenta tal cual nuestra ojeada lo estima, no se hace en nosotros esa materia de juicio que nos permite alentar o nos sume en el descontento. Un segundo -¡qué dificil es determinar este pedazo de tiempo!- después que el toro está en la Plaza, nuestra mirada, cierta ya en el tono de embestida, en su probable característica de pelea, se tropieza con la mirada del toro. ¿Qué dirán sus ojos?
No hay tiempo para traducir.
Ya está en el tercio, esperando, desafiante, nuestra decisión.
Y ya estamos delante de su furia.
Pero la luz de su mirada, en aquella primera salida al ruedo parece acompañarnos. Es como una invitación o una cadencia. "Miraba tan noblemente -nos queremos escuchar- que quizá nos tome el capote inocentemente".
Y en ese "quizá" de la salida del toro está en juego todo nuestro porvenir.
Este trascendental momento de la lidia tiene para nosotros los toreros otra mayor estimación. Y es que es, sin duda, el momento en que el torero vive desligado del público, sin la presión de su mirada vigente. Durante la salida del toro no hay más objeto preferido que ése: verle salir impetuoso y esperar que nos tome el capote, porqué quizás en ese segundo...
1 comentario:
Antonio:
Cuantas sensaciones en unas líneas y en tan poco tiempo. Y que momento tan bien elegido, donde se recgen tanatas esperanzas.
Un saludo
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