lunes, 29 de enero de 2018

Alberto Aguilar


Cuando se retire, a Alberto Aguilar me lo echaré sobre los lomos de la imaginación con la banda sonora de la Chaqueta Metálica sonando de fondo, con su born to kill bordado en la montera, gargareando el sorbito de napalm que le roba al botijo, mientras planea como meterle mano al bicho de uno de esos hierros que más que un desafío son una causa perdida.

Rascando más allá de la reverencia, se distingue un torero superdotado, zahorí de la bravura con el raro atributo de encontrar oro donde otros jamás buscarían. Siempre picando piedra en ganaderías legendarías más bovinas que sacras.

 En tiempos donde los envidiosos, que se cuentan por miles, toleran mal el que alguien destaque, le tocó apechugar con el injustificado deshonor de verse derrotado por varios de los toros más fieros de los últimos años. Condenado por el runrún hipócrita de enfáticos integristas que son incapaces de manejar sin corrupción la balanza de la justo.

 Sólo los tocados con la varita saben cimentar su éxito en el prestigio de su fracaso.

Ahí están Camarín, de Baltasar Ibán y el buendía Liebre, premiado jacarandosamente con la vuelta al ruedo por el ussía enrollao de las Ventas. Premios a toro más bravo del último par de isidradas. O Aviador, el toro del vitruvio, prototipo arquitectónico de la casta esculpido por los herederos de don Celestino Cuadri, renacentistas triguereños. Galafates que hubiesen mandado a coger amapolas a medio escalafón. Allá donde muchos vieron derrota y oscurantismo, sólo hubo un pulso vivísimo, luminaria fugaz, entre la bestia y el hombre, que nos transportó en la máquina del tiempo que arranca cada tarde con el big bang de clarines y timbales, varios siglos atrás, al lugar donde el torero era venerado como un ser mitológico y el toro, adorado como tótem de un pueblo aún no enfermo del infantilismo casto de la progresía.

Honor, valentía, oficio, incluso belleza frente a los piojosas deyecciones pseudoartísticas que colman el teatro de títeres tejiendo morisquetas a torejos infames. Con esa tarjeta de visita se hizo fuerte en Céret y demás aldeas galas donde saben distinguir el veneno del pachuli. Ídolo de ese catecismo del siglo XXI que es el torismo y heredero del Fundi.

De la escuela lazaríllica de tormes, pícaro, con trapío de yerno perfecto y cara de no haber roto un plato en su vida. Siempre sonriendo, bribonzuelo carialegre de la escuela del bambino Esplá y de Román, el joven que viene a pelear contra las sombras del sistema. Sufrió el látigo de las beatas toristas; el cuchillo del pitón sajando sus carnes y la indiferencia de las empresas sin un mal gesto, sin una mala cara, sin un reproche, con categoría de torero. Con torería.


A la edad de doce años ingresó en la Escuela Taurina de Madrid cuando ésta aún engendraba titanes; con trece le dió coba a su primera becerra; debutó en público a los catorce; el chispeante le quedó niquelao a los dieciséis; con diecisiete compartió paseíllo con los del castoreño y recibió el bautismo de sangre -zumo rojo que alimenta la Fiesta-; a los veinte se doctora; con veintisiete un presidente le choricea la Puerta Grande de Madrid; un mondoñedo -los miuras americanos- lo deja cojo a los veintiocho. A los treintaydós anuncia su retirada.

Que su nombre jamás figure en el triste monumento a los ilustres anónimos.

Alberto Aguilar.

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