martes, 20 de noviembre de 2018

Poli Maza



Yo no entiendo de toros, pero si tengo autoridad para hablar de los hombres del campo, aunque solo sea porque crecí, como muchos de ellos, adormecido por las nanas que canta la cigarra en sus noches de duermevela, correteando entre retamas y riscos, interpretando las señales de humo como un indio navajo y, esto no es coña, curando tajos, verdugones y descoyuntamientos con una cataplasma elaborada con saliva, hierbajos y medio puñadito de tierra. Chiquillos que aún naciendo ya pollasviejas, sufrimos la metamorfosis hacia la etapa adulta observando amargamente envejecer a nuestros padres, esculpidos por los arbitrios de la naturaleza. Militamos con orgullo en familias que morían en diferido, traicionadas por los urbanitas, caínes para los de su propia especie, que nos apuñalaban con la quijada del ecologismo de sofá y de un buenismo nàif.

Y reconozco en Poli Maza a uno de los nuestros, al john wayne que se aleja caminando de la puerta del cortijo los Arenales como si estuviese rodando el final de Centauros del Desierto; a uno de esos hombres curtidos a base de sufrir putadas que se preguntan cada mañana por qué nacieron en esta piel de toro póstuma y no en la España de los Austrias. Un hombre que ahora llaman "de los de antes", que es el eufemismo bajo el que pretenden enterrar palabras tabúes para las capciosas sociedades pijoprogresistas, palabras que guardan un tesoro escondido: integridad, honor, decencia y lealtad.

Resulta que a Poli, que nació ganadero y morirá ganadero, le matan sus toros. Que debería de ser lo normal en un hierro mítico, carajo. Como también normal tendría que ser que se los rifen los matadores, que las empresas pujasen por sus piezas como por un Picasso y que el aficionado empeñe el jergón por asistir allá donde le den boleto a un morito con divisa rojinegra. Mas la realidad, siempre más puta de lo que nos imaginamos, es que en los últimos tiempos no los ha querido ni el tato, ni siquiera la legión de viudas que le han salido estos días al Conde de la Maza y que a estas horas deben estar formando el club de fans. Así que los flamantes bichos, que tenían una minoría de aficionados comiendo de la mano por su lidia barriobajera y carácter canchero, de pitón virgen y expresión de ministro de Hacienda, el toro con sus afilados temperamentos, sobre el que Gerardo Diego escribió "cruje el rey sus soberanos huesos, qué poderío", han caído en manos de los jíferos del matadero con la misma solemnidad del que mata un pollo para el arroz.

Y a pesar de que la mayoría de toreros han hecho con la noticia lo que Laudrup cuando daba un pase de gol mirando a la valla publicitaria del Marca, venderle la exclusividad de la tragedia a las figuras es como querer demostrar que el agua se funde con el fuego, aunque el paraguas bajo el que se cobijan, aquello que llamamos Sistema y que es como una Cosa Nostra cañí, es una condena a muerte para los provocadores que osan apartarse del camino correcto. Digamos por ser fieles a la verdad que en todas las casas cuecen habas y es probable que en los Arenales alguna que otra calderada se haya puesto sobre el mantel. Y que, maldita sea, de tanto usarlo, se acabó el romanticismo, que es la soga con la que se ahorcan los soñadores. Y no hay más.

Pero como los buitres, que sacan provecho hasta de la peste, han enviado a los modernos catequistas a hacer enjuagues mentales, buscando el tinte de mera anécdota para tan lamentable pérdida, con sus laberintos de palabras y sus hectáreas de discursos con frases subordinadas, hay que volver a poner de relieve la hegemonía de lo Domecq, que se expande por la dehesa como especie invasora. No se trata de desprestigiar una rama de la tauromaquia porque sí; sino de denunciar el exterminio al que se está sometiendo a muchas otras. Hay ganaderías de primera, de segunda y hasta de regional preferente y no precisamente por su juego; sino por su sangre. Ahí están las necrológicas. Por ahí también están las cartelerías. Por cada ganadería Domecq que va al matadero, existen lo menos tres de encastes minoritarios que le devuelven la visita. Por cada hierro torista que lidia en una feria, da igual la que sea, son tres o cuatro Domecq los que hacen lo propio. Unos pocos se enriquecen, quizás ya ni eso, mientras empobrecen al resto. Y ya se sabe que un mundo cortoplacista cangrenado por el egoísmo al futuro le toca travestirse de utopía.


Dentro de tres mil millones de años un paleontólogo desenterrando recuerdos encontrará una cabeza de vaca en Morón, un costillar en Salamanca o unos amplios pitones en Badajoz. Entonces se estudiarán los encastes como hoy se estudian los dinosaurios. Pondrán todos los medios para que en el material genético de las sagradas osamentas vuelva a prender la chispa de la bravura. Se construirá algún museo, quién sabe si un gran parque temático. Se estrenarán grandes superproducciones en cines futuristas. Ojalá las titulen Tauromaquic Park. Y lo mismo esos locos del futuro que tanto tememos colocan a los ganaderos en el lugar de la Historia que se merecen.

Pero tres mil millones de años antes, esto es hoy, mañana y pasado, el gran reto que se le presenta cada amanecer al aficionado es poder mirarse al espejo sin sentir demasiado asco.










miércoles, 31 de octubre de 2018

Sucede que hay historias que parecen leyendas y fueron ciertas. (I) Sánchez Vara y Cazarrata





Aquella tarde venteña se manifestó el caos como solo se manifiesta Mefistófeles. Nadie se habría quejado de estar la corrida anunciada como tentadero público de sementales del averno. Y bien sabe Dios que nos lo pasamos como chiquillos en Disneyworld. 

Fue la primera vez que vimos a los caballos de picar, como a niñas del exorcista, girándoles la cabeza trescientos sesenta grados. Aquello le valió al Tráquea Rota, una de las voces cantantes de nuestro tendido, para ganar una apuesta que hizo treinta y dos años antes, cuando profetizó que un día nuestros ojos verían el circo romano. La función se daba en la arena, donde los banderilleros aguardaban unas órdenes del matador que se antojaban sentencias de muerte. Esto último se podía leer en el semblante de los valientes, que sonreían con el misterio de la Gioconda, no se sabe si cagándose irónicamente en los muertos del destino o suplicándole a la Virgen de los Desamparados un puesto en la cuadrilla del Juli. El mayoral de la ganadería, desde el callejón, embuchado en su traje corto de antihéroe, olisqueaba la salida de emergencia, murmurando para sus adentros aquello de maricón el último. Unos metros más allá, en pleno far west, el espada buscaba un gesto, una señal marcando jugada, como de entrenador de basket, de un apoderado que discutía con los alguacilillos, esos seguratas velazqueños a caballo, que actuaban bajo el mandato de un usía que se afanaba con el móvil consultando la jurisprudencia tuitera. A esas horas, como buenos españolazos, qué pena, ya nos lo estábamos pasando de puta madre sin ningún tipo de remordimiento. Y eso que la lidia no había hecho nada más que comenzar.

 En ella, qué maravilla, estaba presente una emoción primitiva, cavernícola y caníbal, un acto de enaltecimiento a la supervivencia donde el peligro se podía masticar en el ambiente. Así que nadie se fiaba de nadie, como en una partida de Cluedo, el mundo entero esperaba, ojiplático, el movimiento del cárdeno homicida, para algarabía de una Afición que alcanza el éxtasis con esta tauromaquia para listos, de resolver ecuaciones a las que no paran de nacerles incógnitas, que obligan al torero a desempolvar los viejos manuales de como matar bichos antes de que los bichos te maten a ti. Tauromaquia quimioterápica que sirve, por qué no, de carnaza para el torista, que necesita las pócimas mágicas de la intoreabilidad y la moruchería como el comer y alcanza la plena felicidad solo prometida por las religiones soflamando al viento, como un profeta de la imbecilidad, el hoy nadie ha comido pipas y todos los toros tienen su lidia. Los capotes estallaban, ¡pum! en el aire, volatineros, como fuegos artificiales de la casta, los cabestros de Florito aguardaban en corrales para su Vietnam y los subalternos practicaban el lanzamiento de jabalina con las banderillas. 

No se escucharon óles, hubo ays, que es un olé que está de luto. Contamos con los dedos de una mano, y nos sobraron dedos, las tandas de muletazos en el último tercio, a muletazo por tanda, que puso a los forofos del pañuelo verde con la piel de gallina. Estábamos viviendo en fotogramas del NO DO, cuando los matatoros utilizaban las telas no para crear las modernadas del arte, si no como escudo de un legionario romano que se presenta cada tarde a la que puede ser su última batalla.  

Arriba, en la piedra, con sus camaradas del Siete, Satán azotaba en el culo a las niñas malas del foro de la juventud taurina mientras que, como estoque de Damocles, caía el miedo sobre todos los mortales menos uno: Sánchez Vara, el eterno incomprendido, hijo adoptivo de Puerto Hurraco, astronauta con piso franco en la cara oculta de la Luna, nuestro principìto de Saint Exupéry, que cuajó a Cazarrata para encaramar a ambos sobre el volcán de la épica, dos perdedores en lo suyo haciendo malabarismos sobre las ascuas apagadas de siglos pasados, levitando sobre el cráter de la calle de Alcalá, con sus veintitres mil hijos de puta escupiendo lava, abrasando ilusiones, reduciendo hombres valerosos a volátiles cenizas que se escapan entre los dedos de lo que pudo haber sido y no fue

Y ahí estábamos nosotros, el batallón de caínes temido mundialmente como la Afición, enferma crónica con la fiebre demagógica de mitificar al muerto de hambre, encarnando a la marginal pareja como nuevos redentores de una historia que ya no compra nadie. Cazarrata no fue bravo, ni Sánchez Vara fue Antonio Ordoñez, pero juntos colocaron a la sociedad frente a su propia inanidad, oponiendo sus vergüenzas, sea el infantilismo, la ignorancia, la bajeza o la degradación moral como especie, frente a la grandeza de una tauromaquia que, cuando le quitas la cuchipanda de lameculos, mangutas y vacas sagradas que le absorben los jugos sagrados, la despojas de la epidermis de snobismo que la arrebuja y observas lo que hay tras la explosión inicial de confettis y triunfalismo, es el último albergue moral de decencia y coraje en Occidente. 

Como era de esperar, ni a Cazarrata le hicieron hueco en el tomo de toros célebres del Cossío, ni a Sánchez Vara le llovieron contratos, que son los cantares de gesta que el pobre quiere escuchar, pero juntos alcanzaron esa luz inigualable que solo se conquista con la malversación de la belleza.



martes, 9 de octubre de 2018

Urdiales



Hay que volcar todo en la vida para que la muerte solo se lleve un pellejo vacío, dijo una vez un sabio. Y con esa consigna tatuada a fuego reapareció Diego Urdiales, que es un matador que parece sacado del Alatriste de Pérez Reverte, uno de esos tipos que nacen siendo ya una vieja gloria. Al romper el paseíllo más afilada que nunca fosforecía su inconfundible mirada aguileña, veinte años mayor que sus ojos, sin duda los genios que bailan en su estómago debieron cenar algún néctar superior en dulzura al resto de venenos. Envuelto por el halo de naturalidad con el que bordea el misticismo despachó una tarde donde se exprimiría hasta las últimas consecuencias para cumplir el exacto vaticinio del profeta Joaquín Vidal y convertir el toreo en grandeza.

Sonaron los olés, que flotaban a lomos del viento, como si fuese la primera vez que se toreaba en el mundo. En el tendido, a la peña se le erizaban las crines como yeguas que barruntan el lobo. El que no estuvo en la plaza también lo pudo contemplar: desde el satélite se veía una nube atómica sobre el mapa, era la hueste antigua volviendo a danzar alrededor del toro. Una catarata de espasmos, éxtasis de corrala y frenesí carpetovetónico que logró entre los feligreses la comunión perfecta. Al fin y al cabo la tauromaquia es una religión que aún conserva el hechizo de poder dominar a los hombres.

Lo que allí pasó ya lo habíamos vivido antes en alguna parte. De ahí que cuando el Diego apenas se había hecho con la embestida de Hurón, la gente, que no es tonta, estaba metida en el canasto. Estalló el run run prototípico de las Ventas cuando olisquea la pureza, rumor que suena a locomotora de un Orient Express que viaja al blanco y negro del lugar donde los tratantes de utopías pregonan el cualquier tiempo pasado fue mejor. Su puta madre, claro que lo habíamos soñado antes, ahora los modernos lo llaman deja vú: era una de esas faenas que dibujan una historia, un toro bravo, Antonio Bienvenida, la voz en off de Matias Prats, el toreo vertical y acinturado, que es el unicornio perseguido por la santa cruzada contra lo moderno; un ramillete de naturales por aquí, un obligado de pecho por allá; cuatro doblones por bajo y acaso un par de molinetes; el gesto desmayado, como una virgen en el fondo del mar; femoral y muleta como blasón heráldico del toreo clásico; y estocada hasta la bola.

Esa misma noche la pasamos jurando de rodillas ante la estatua de Antonio Bienvenida que existe Dios.



viernes, 28 de septiembre de 2018

Morante de la Puebla




Como no hay amor sin navajazos, los morantistas, que flipan con los gintonics con pepino, Remedios Amaya y los tablaos flamencos, lloran por las esquinas, con hocico de caballo triste, canturreando aquello del mariachi José Alfredo, "Porque yo adonde voy hablaré de tu amor/ como un sueño dorado y olvidando el rencor/ no diré que tu adiós me volvió desgraciado..."  El motivo de tamaña amargura es que no les ha quedado más remedio que doblegar sus más bajos instintos ante la realidad: Morante de la Puebla es el seudónimo bajo el que se esconde una mentira.

Una realidad que condena a sus viudas a la autocrucifixión en el madero del arrepentimiento, sometidas bajo los hirientes clavos del despecho. La verdad, si es que existiese, jamás dejó de estar del lado de aquellos acusados por el morantismo de claudicar ante la demagogia. Toristas, talibanes, paralíticos del arte, aficionados con melena de rata vieja y demás ralea integrista con sede social en el siete madrileño, que es donde Satán, según el evangelio sevillano, asa las mantecas de los ángeles guardianes de la quintaesencia del toreo. Aficionados a un toreo primitivo, genesíaco, burbujeante y bruto, donde la genialidad se esculpe a fuerza de martillear la seda contra el yunque, el percal contra el pelo, y cuyo único misterio insondable es la conveniencia de que el matador mate al bicho antes de que el bicho lo mate a él. Aficionados lapidados verbalmente por la insurgencia morantisca, descalabrados con las piedras viperinas de la estulticia y la vendetta por ser quienes anticiparon, como podencos olisqueando la muestra tras la estatua de sal de la Puebla, que estábamos ante un fraude de magnitudes colosales, espíritu vaporoso, poetastro de juegos florales, un bisutero que empedró las cuencas oculares de los parias con las fotografías desleídas de los muertos que le precedieron en el negocio, convenciendo a la fanática clientela de que en su corpus hispalensis era posible reencarnar el martirologio completo de artistas que hicieron posible una tauromaquia a contrapelo.

El morantista es la criatura mitológica que enviaron los dioses a la Tierra con el mandato de ser termómetro de la resignación humana. Es un tipo que ha aprendido paciencia. Entusiasta de la frustración, en el fracaso se siente seguro. Porque el relato fundacional de esta religión duerme sobre los españolísimos pilares del derrotismo: el blasón peripatético del cuanto peor, mejor; la transformación en sacramento de las abluciones del maestro con las aguas benditas del malfario, la puta mala suerte, que es la excusa que siempre está dispuesta para hacer el quite al maestro; la supeditación de la belleza suprema a la ruina; el culto pagano a las broncas, tan toreras que solo los elegidos, acaso por el enemigo, son dignos merecedores de ellas; y los puñetazos en el pecho con el Viva er Beti manque pierda, eslogan de sobre de azucarillo adaptado histriónicamente como santo y seña de la figura bizarra del héroe, que en este caso parece un personaje de la ochentera y mítica ópera maestra de Manuel Summers, To er Mundo è Güeno.

Sin embargo, a los morantistas, que se merecen un monumento más grande que la Giralda y un festival anual a beneficio de sus cuentas corrientes, no se les puede recriminar nada: aunque ellos todavía no lo saben, son víctimas arrolladas en nombre de un bien superior, unos cuantos miles de estafados a la espera de que salga el juicio. A falta de puertas grandes, trances místicos, orgías taurinas a orillas del Guadalquivir y tardes de mandar veinte mil tíos al manicomio tocados de ala, la razón científica por la que el genio de la Puebla se harta de colgar el no hay billetes es el Síndrome de Estocolmo: tener partidarios es la manera más elegante de tomar rehenes.

Cada vez que uno de sus incontables partidarios sacude contra el viento el nombre de Morante como si batiera un incensario en la Madrugá, a cualquier fulano que tenga la pituitaria en un estado aceptable de forma, la voz de Molés enumerando cualidades y servicios del maestro como el dueño de un puticlub subastando el género se le ha de reproducir en la mente, junto a media docena de fotogramas veroniqueando cabras de cuernos minimalistas y ubres marchitas que hacen el avión, colocan la carita o husmean los chismes de torear mientras suena Suspiros de España en el organillo.

Pues esta mierda la hemos vivido en bucle veinte años, que se dice pronto. Y encima tenemos que dar las gracias.

Sin duda es José Antonio Morante de la Puebla un elegido, en su desidia arrastre la penitencia, incapaz de salir del fango de su propio ombligo. Una ficción artística con patillas de bandolero. Un parque temático del postureo. El clásico torero narcisista que se ve obligado a crear un personaje para afrontar su autoengaño, adoptando el papel de redentor, elevándose como un mesías que viene a resucitar la tauromaquia, como tantos otros de su misma cuña, gaseando al aficionado.


Tanto capricho, tanta propaganda barata, tanto gustarse en el espejo, tanto cultivar el hambriento ego de la bestia, tanta postura estudiada y tanto superfluo gesto para presentar a las primeras de cambio la dimisión irrevocable a la torería, olvidándose de lo fundamental. Ganamos polémica, volvió a sonar el ruido de las pisadas sobre las vísceras que dejaban tiempo atrás las discusiones entre partidarios y detractores, resucitó el cainismo y recobró fuerza el peloteo, que siempre fueron los engrasadores que lubricaron las bielas que empujan el motor de la Afición, pero a cambio perdimos un torero que pudo ser irrepetible.


Rehén de un antiguo esplendor que pudo reverdecer de rechazar en su debido tiempo las mamadas de los labios agradecidos de la prensa y las gratuitas palmaditas en la espalda, cometió el sacrilegio de hacer de su oficio una romería de excentricidades, despreciando la autocrítica, renegando de la honradez y esquivando la meritocracia. Jamás cayó en la tentación de dignificar con empeño la tauromaquia.

 Se pasó la vida convenciéndose de que era Gallito, Paula o Curro.

Pero no lo era.

Y prefirió inmolarse evocando un pasado que no le pertenece.

Afortunadamente, el futuro tampoco.



martes, 11 de septiembre de 2018

Robleño



La faena de Robleño a un torazo berrendo de Valdellán muchos la vivimos a través de la pantalla, en una grabación casera, lo que la vistió de acontecimiento histórico, como cuando Neil Armstrong pisó la Luna. La herramienta tecnológica, aplicación la llaman, es el Periscope y es el telegrama de los millenial. O el Netflix de los pobres, según se quiera mirar. Y resulta rejuvenecedor a la vez que degradante comprobar como uno, con su cabeza llena de tópicos, filias, obsesiones, con los veinte mil tiros pegaos en esto de los toros, envenenado por el narcótico del escepticismo y con un evangelio de mantras tatuado en las entrañas de la afición, aún es capaz de saltar del sillón, con las pupilas dilatadas bajo el shock del momento, invadido por la histeria como quinceañera con las hormonas desbocadas, cuando un hombre que contratan en una plaza de toros para torear toros se pone a torear toros y torea muy bien a uno de esos toros.

Los periodistas de la ingle han pervertido el lenguaje taurino convirtiendo las críticas en la peor secuela de la tarde misma, patentando una serie de eufemismos que bordan primorosamente para camaleonizar el fraude, pan nuestro de cada día, el tocomocho de cada tarde, el timo de la estampita de cada feria, tras palabras rimbombantes y titulares estratosféricos que los oídos agradecidos del sistema sin duda saben recompensar. Adiestran al lector en esa tauromaquia cuyos autores intelectuales son los mismos que la revientan desde dentro, una tauromaquia que es una casquería de soplapolleces, de detalles insustanciales, de figuras heroícas que matan ositos de peluche y de mangutas que expolian el rito en nombre de un arte falsario. El resultado: si las faenas no son un kamasutra muletero, cuando no hay gesticulación ni afloran los excesos, cuando la sobriedad inunda la escena y la liturgia sepulta al folklore parece que no ha pasado nada cuando resulta que, voilá, ha pasado todo.

El domingo Robleño se puso a torear. Y toreó.

Vaya que si toreó.






martes, 5 de junio de 2018

Saltillo




A Saltillo lo conocen los modernos porque lo canturrea Sabina en un verso suelto de una de sus canciones totémicas. Yo lo poco que sé es que son toros que se comportan como lo que son: animales salvajes que ejercen como tales, con sus manías cambiantes, sus intuitivos impulsos y una conducta que no se atreve a predecir ni la puta que los parió. Toros que, bienvenidos sean en estos tiempos de detalles fugaces perfectamente olvidables, de pomposos monumentos a la intrascendencia, vienen a recordarnos qué somos y de donde venimos. Que antes de que los esparragales del arte fecundaran de cursilería la tauromaquia, tuvo en ella un lugar preferencial la épica; que en tiempos donde se exigen kamasutras capoteros y ligados engranajes muleteros, los saltillos conmemoran una época en la que solo hubo lidia, que no es otra cosa que un hombre solitario decodificando el caos, creando de la anarquía indómita que propagan las reses un argumento que llamamos faena. Frente a los toros narcotizados en su comportamiento bajo el yugo domecq, oposita saltillo con toros de valium y frenopático. Toros de ay más que de óle, toros que exigen lidia más que faranduleo, toros de mátalo ya más que de bieeen. Toros que derrotan, válgame dios, toros que siembran el pánico, que es la virtud elemental de un toro. En realidad, su razón de ser. Lo que quiera el azar que sea a partir del terror, sea bravura, sea mansedumbre, sea toreabilidad, sea cualquier eufemismo usado para describir un comportamiento, son perífrasis de barra de bar para tecnócratas del cossío. Porque la raya, la frontera que marca el que es un mindundi de andanada del que tiene un par de huevos para resollar en la testuz de uno estos, lo que define lo que es un toro y lo que no, lo marca el miedo.

Porque el toro mata. Y desde su nacimiento, en el reverso de las tripas del hombre está tatuado, como un códice de supervivencia, un terror a la muerte que la mayoría de los mortales no superamos hasta que ya hemos claudicado ante ella. Y los putos saltillos, que bien desollados están, de terror sabían más que Stephen King,  que daba espanto verlos corretear azuzando la parca contra todo dios, portando en sus intenciones más veneno que casta, intenciones que, como manda su naturaleza, jamás fueron buenas para el humano, mansos, ladinos y cobardes como un usurero, se limitaron a vender caro el pellejo a cambio de vacías e imposibles promesas de triunfo. Tan desagradecidos, tan ásperos, tan auténticos, tan peligrosos, tan malos que han puesto al torerazo Chacón en órbita. 

¡Viva Saltillo!

lunes, 29 de enero de 2018

Alberto Aguilar


Cuando se retire, a Alberto Aguilar me lo echaré sobre los lomos de la imaginación con la banda sonora de la Chaqueta Metálica sonando de fondo, con su born to kill bordado en la montera, gargareando el sorbito de napalm que le roba al botijo, mientras planea como meterle mano al bicho de uno de esos hierros que más que un desafío son una causa perdida.

Rascando más allá de la reverencia, se distingue un torero superdotado, zahorí de la bravura con el raro atributo de encontrar oro donde otros jamás buscarían. Siempre picando piedra en ganaderías legendarías más bovinas que sacras.

 En tiempos donde los envidiosos, que se cuentan por miles, toleran mal el que alguien destaque, le tocó apechugar con el injustificado deshonor de verse derrotado por varios de los toros más fieros de los últimos años. Condenado por el runrún hipócrita de enfáticos integristas que son incapaces de manejar sin corrupción la balanza de la justo.

 Sólo los tocados con la varita saben cimentar su éxito en el prestigio de su fracaso.

Ahí están Camarín, de Baltasar Ibán y el buendía Liebre, premiado jacarandosamente con la vuelta al ruedo por el ussía enrollao de las Ventas. Premios a toro más bravo del último par de isidradas. O Aviador, el toro del vitruvio, prototipo arquitectónico de la casta esculpido por los herederos de don Celestino Cuadri, renacentistas triguereños. Galafates que hubiesen mandado a coger amapolas a medio escalafón. Allá donde muchos vieron derrota y oscurantismo, sólo hubo un pulso vivísimo, luminaria fugaz, entre la bestia y el hombre, que nos transportó en la máquina del tiempo que arranca cada tarde con el big bang de clarines y timbales, varios siglos atrás, al lugar donde el torero era venerado como un ser mitológico y el toro, adorado como tótem de un pueblo aún no enfermo del infantilismo casto de la progresía.

Honor, valentía, oficio, incluso belleza frente a los piojosas deyecciones pseudoartísticas que colman el teatro de títeres tejiendo morisquetas a torejos infames. Con esa tarjeta de visita se hizo fuerte en Céret y demás aldeas galas donde saben distinguir el veneno del pachuli. Ídolo de ese catecismo del siglo XXI que es el torismo y heredero del Fundi.

De la escuela lazaríllica de tormes, pícaro, con trapío de yerno perfecto y cara de no haber roto un plato en su vida. Siempre sonriendo, bribonzuelo carialegre de la escuela del bambino Esplá y de Román, el joven que viene a pelear contra las sombras del sistema. Sufrió el látigo de las beatas toristas; el cuchillo del pitón sajando sus carnes y la indiferencia de las empresas sin un mal gesto, sin una mala cara, sin un reproche, con categoría de torero. Con torería.


A la edad de doce años ingresó en la Escuela Taurina de Madrid cuando ésta aún engendraba titanes; con trece le dió coba a su primera becerra; debutó en público a los catorce; el chispeante le quedó niquelao a los dieciséis; con diecisiete compartió paseíllo con los del castoreño y recibió el bautismo de sangre -zumo rojo que alimenta la Fiesta-; a los veinte se doctora; con veintisiete un presidente le choricea la Puerta Grande de Madrid; un mondoñedo -los miuras americanos- lo deja cojo a los veintiocho. A los treintaydós anuncia su retirada.

Que su nombre jamás figure en el triste monumento a los ilustres anónimos.

Alberto Aguilar.