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Miura de 2011, muerto a estoque por Padilla en Bilbao y que para la Crítica de la época no es un Miura. |
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Miura del 65, lidiado en Madrid por el Viti. Según Díaz Cañabate esto sí era un Miura. |
Atención. Silencio. Miuras en las Corridas Generales de Bilbao. Una sola frase, llena de palabras recias en significado, que es capaz de castigar con las plagas toreras de la gastroenteritis, el dolor de muelas y el esguince de muñeca a medio G-10. Sólo por eso, por el patrimonio natural que suponen y por su historia, sellada con la sangre de muchos hombres que después de anunciarse con ellos no volvieron a ver la luz del día, los Toros de Miura merecen un respeto.
A partir de aquí, hay que decir que a la corrida que abría la Aste Nagusia le ha faltado de todo. Por faltar, han faltado desde las figuras,
los mejores toreros del escalafón, que dice el bracirroto de Manzanares, pasando por el público que llena las plazas cuando se lidia el borrego, que son los aficionados buenos de ahora, y hasta el sol, en pleno ferragosto ibérico, ha hecho pellas. Miuras con presencia de miuras, esto es, con pinta de toro antiguo, de estampa roída de la Lidia, poco sujetos a los cánones del torete amorfo al que se nos han acostumbrado las retinas desde hace un puñado de años y que es el canón único de belleza tolerado. Toros cariavacados, playeros, agalgados, largos como un tren, astigordos, vareados, con diferentes hechuras y pelajes, como multiples sangres llevan. Vamos, lo que ha sido un Miura de toda la vida. Por lo menos, por fuera. Porque por dentro, que al final es lo que vale, como pasa con las personas que somos dificiles de mirar, han pecado de blandura e invalidez, con una preocupante falta de casta con los del caballo y de malicia contra
los de luces, que es lo que interesa. A excepción del quinto, que defendió con nota la fama de marrajos de la casa, los tres restantes que llegaron al tercio de muerte pecaron de miurabilidad, de andar por la plaza con los trotes cochineros de un Garcigrande y la embestida boba e insípida de un Cuvillo, con la salvedad de que si el pecador es un Miura o un Escolar hay que darles cuchillo y pistola y si es uno de las que todos tenemos en mente, ya hablamos -hablan- de bravura del siglo XXI. Saltaron como remiendos, dos saldos charcuteros,
uno de la Campana y otro de Marqués de Domecq, cuyas camadas, o parte de ellas, sabemos fueron compradas por la casa Chopera. Preocupa, en vistas al futuro pliego venteño, la desviación enfermiza, genética y hereditaria, como los hemofílicos, de las familias Chopera y sus proles por meter toda la mierda de las dehesas de España como sobreros en sus plazas. El de la Campana, tan inválido como el loreño al que sustituyó, no valió un pimiento. Peor aún fue el cebollo de Marqués de Domecq, basto y parado, que tampoco mejoró lo del hierro titular. Pero de estos está abolido hablar, salvo en el triunfo orejero, en el que cualquier portada es poca cosa.
Los toreros, dignos de todo reconocimiento por no hacerle ascos a los pitones más importantes de la historia del toreo, tampoco se puede decir que estuviesen para quitarse el sombrero. Si el garlopo no tira gañafones y el coleta no pega bocados, esto se queda en un insustancial
zipizape de patio de recreo.
Padilla, que fue el único que mató lo que había venido a matar, no estuvo bien. El lote con posibilidades, pocas, de la tarde se lo llevó en el sorteo, pero no lo entendió. Con lo que lleva en el cuerpo metido, entre ganaderías duras y plazas agrestes para el torero, no da la sensación de dominar los terrenos ni las distancias, ni de usar la herramienta más poderosa que tiene el hombre contra la bestia: el intelecto. El toreo ciclónico del jerezano se reduce a ver quién gana por bruto y demostrar quién los tiene más gordos. Y en esa refriega entre dos tercos, el que sale perdiendo es el aficionado, que paradójicamente suele ser el que, cuando termina la corrida, los tiene más gordos, hinchados como bolas de billar por el ultraje permanente al que se somete su afición y cartera.
Rafaelillo volvió a estar hecho un tío, como antaño, con el quinto, un zagalón
espabilao, que cazaba moscas con el rabo y que en la primera vuelta al redondel ya se había quedado con la copla. Valiente, casi temerario, imponiéndo sus razones a base de latigazos con la muleta -trapazos son cuando a un animal de natural templado le andas a gorrazos, esto es otra cosa que precisa de látigo de seda-. Pinturero y sincero en los desplantes, tocando pitón, y listo y ágil para irse de la cara del burí. Sabe andarle, como pocos hoy, a estos toros, y eso es tener, por lo menos, un seguro de vida. Marró a espadas y posiblemente perdió una oreja. Mató el sobrero de la Campana, sin vida, que perdía las manos en cada trapazo -aquí sí- que le recetaba el murciano, que nada pudo hacer.
Raúl Velasco, que sustituía al exiliado Serafín Marín, estuvo decente desde el mismo momento en el que su apoderado le telefoneó para comunicarle la sustitución. Porque el toreo es más duro para unos que para otros, y para esta gente, que no pierde la afición ni la moral, que es capaz de tirarse entrenando 364 días al año para torear un sólo festival, no debe ser fácil estar a la altura en una cita de semajante categoría. Velasco, que se llegó a cortar la coleta hace un tiempo en las Ventas, acumula, en Madrid y Bilbao, dos actuaciones portentonsas en honradez e interesantes en oficio. Supo rehacerse, y acabar la faena asentado y sereno, de la cólera del único miura que mató, que en las primeras de cambio le hizo las presentaciones oportunas en forma de derrote y leñazo. Al sexto bis, del Marqués de Domecq, le pegó cuatro lapas que a la basca le parecieron un extravío del arte de las musas ésas. Pero ahí se acabó todo, el marmolillo echó la persiana y con ello al madrileño se le cerró el carrusel de las oportunidades hasta no se sabe cuando.