Juan Pelegrín |
Como me tengo por una persona que gusta ver de toros, sin complejos, pero con decencia, me perdí, con gran alegría, la Beneficencia 2012, que diría Gallardón. De igual modo he procedido con la gran mayoría de este San Isidro, que es una feria que tal y como está montada, interesa más bien poco, y justo es decir que no solo por la sopranesca empresa, que otear el desolador panorama de toreros y ganaderos aferrados a la gallina de los huevos de oro del arte ditirámbico y caersete los palos del sombrajo es todo un uno. Profesionales, como se dice ahora, como si hablásemos de fontaneros o gigolós, que se han convertido en pájaros de mal agüero para este aficionado cansado.
Sí que ví, con una sonrisilla mouriñesca, que es como la mueca de la Gioconda, pero en plan Harry el Ejecutor, la salida a hombros de Alejandro Talavante, laureado entre chonis sicópatas y canis castizos, hechos a la madrileña, como los callos de Casa Paco, y que, junto al toreo hermafrodita de Manzanares, es el contrabando artístico que están colando los sevillís en la capital del reino a través del AVE.
Sobre el Tala, que seguramente no pasaba tan mal rato en una plaza de toros desde que mataba los Adolfos, los mismos que le habían pedido dos orejitas, una por becerrote, saltaban y huroneaban, como una manada de leones jalándose a Bambi. Y uno no sabía si estaba viendo a un torero salir entre vítores por la Puerta Grande de las Ventas del Espíritu Santo o a una milicia de almonteños saltando la reja para sacar en procesión a la Blanca Paloma.
Fervor, trapicheo, paroxismo artístico, farándula, un espectáculo repelente, casi tan bochornoso como el que se produce tarde sí y tarde también dentro de la plaza, ya su plaza, plaza de artistas, que no de valientes, plaza de abortos juampedreros, raramente ya de Toros, y plaza para turistas, claveleros y analfabetos taurinos, con fortuna también de unos pocos benditos a los que -por lo menos para la simplona masa de público que nos subvenciona la Fiesta- de nada les vale que su afición, cimentada en la plaza a base de isidradas y domingos caniculares, beba de las fuentes de Chenel, Bienvenida o Esplá, ni que hayan echado los dientes de leche en el Batán, viendo los toros de Escudero Calvo, Isaías y Tulio Vázquez o Concha y Sierra. Aficionados de casta y reata que por mor de las corrientes vanguardistas, tan monótonas y nazis -buscan una raza superior de cretinos que solo piensen de una forma, sin rechistar y pasando por taquilla-, empezaron siendo tratados de talibanes, ya van por reventadores y lo siguiente será montarles un Guantánamo en el tendido Siete.
Son los de la Carpa, que se han creído que son cultura, así, porque sí. Porque un día invitan a una coplista que va y lo dice, y al otro, un escritor al que un negro le escribe los libros va y lo dice, y al siguiente uno que, borracho, hace veinte años, disertó sobre el milenarismo en la Primera, va y lo dice, y al día que hace cuatro, una muchacha que presentaba el Waku Waku, va y lo dice... y así, una larga y postiza pasarella de tertulias sintéticas y artificiales que intentan aferrar el toreo a su última gota de vida mientras el viejo aficionado abandona las plazas, aburrido y hastiado de tanto cantamañas.
La imagen que no dan los del Plus es la de esos canis, abandonando la Puerta de Madrid, por la calle de Alcalá para abajo, camino de uno de estos establecimientos donde se mercadea con el elemento químico número setenta y nueve de la tabla de elementos, vendiendo los jirones del Tala, que es el vil metal extraído de las minas culturales de la carpa, que es el oro de Moscú al que le escriben los revistosos y que el taurinismo olisquea como podencos en el coto.
Oro que será nuestra ruina.