Murió entre algarabías y lanzamiento de blasfemias. Bajo un arcoiris de vituperios del juampedrismo. Lo puso todo, como patrocinador oficial del alzamiento popular que escracheó esa noche cada rincón, cada tertulia. Formó, en un santiamén, un dosdemayo farruco, con las mulillas arrastrando el fervor popular al compás de una bulería por cascabeles. Marchó jaleado por los integristas, recitadores vesánicos del "sin toro nada tiene importancia", ese eslogan para sobres de azucarillo que suena a canto gregoriano. Toristas encantadores de ciempiés, doctores honoris causa en demagogia carismática. A esos, se les caía la baba viendo el cárdeno sembrar el pánico, reeditar las apolilladas litografías de la Lidia. Una de esas ocasiones en donde la historia imita a la literatura.
Fuera de su hábitat natural, lejos del confort y fiabilidad del carromato domecq, por ahí estaban, los ultrasur de la cursilería, claveleros de alto copete, los que se cortan las venas con un macheteo morantiano, aferrados, como Míchel a los cojones de Valderrama, a la vieja triquiñuela mojigata de la promesa. Más miedo tenían que siete viejas. Encomendados a santos, vírgenes, mártires, elefantes con tres cabezas, yo que sé. Abiertos en canal a cualquier entidad teológica que entrara al quite de los abajotoreantes. Juraban en arameo y se santiguaban como santurronas en Lourdes. In Nomine Patris Fili et.., expulsa los demonios del cuerpo, Cazarrata.
Un rato antes de semejante festival de psicodelias y monomanías, a través del agujero negro de toriles se manifestó la casta, que es el chispazo con el que el diablo enciende las calderas del infierno. El marrajo parecía extraviado de un relato de Stephen King. Que se lo pregunten a Sánchez Vara, memoria en carne viva del coraje, que impartió una masterclass de suprema dignidad torera. Lidia dieciochesca, quites, capotes al aire, tomas olímpicas de olivo. Polvo, sudores, moscas, ronroneo del populacho. Monosabios pegando gorrillazos, los pencos, pa'lante y pa'tras, trotando la yenka. El tercio de varas, convertido en el abyecto arte del rejoneo. Después, el castigo con arponcillos negros, que es la despedida de soltero del manso. La más deliciosa entropía ibérica que un día nos mangaron los señores que mandan en la Fiesta.
La lidia, esa romería más bella que la Victoria de Samotracia.
El miedo, denso como el napalm, se podía mascar. La pelandusca de la guadaña revoloteaba por las Ventas como los vencejos, esos pajarracos adoptados por la Maestranza como dj's del silencio. En entrebarreras, el tribunal de la inquisición taurino preparaba leña para la hoguera; Sánchez Dragó, el okupa del burladero de la empresa, entraba en un extásis que sólo le procura la costa tahilandesa; en el tendido, algunas erecciones de sádicos se pudieron palpar, siempre bajo la atenta mirada de una crítica (anti)taurina que, afilando la pluma en piedra pómez, procedía a la lapidación pública del bicentenario hierro de Saltillo.
Como Sánchez Vara ya sabía que no iba a encontrar con Cazarrata el maná de los toreros, abrevió con la muleta, faena que tuvo tres fases, a cuál más intensa. Un mecagoendiós. Un pase de muleta. Y un golletazo mortífero. Una clase práctica, de no más del cuarto de hora, de teoría darwiniana, tentadero de supervivencia, reducida y deconstruida a la más minimalista, cruel y auténtica ecuación. Matar o morir, no hay elección. Plata o plomo, hijueputa.
Murió este querido bicho como sólo mueren los elegidos.