Camilo Arango para Toros, Literaturas y Más. |
El torero de la suerte cargada, que cita y embarca al toro con la panza de la pañosa, ciñendóselo al cuerpo, dejándose lamer las femorales por la quemazón de la embestida y llevándolo profundo era, para sorpresa -por lo visto-, de la gran mayoría de los lectores, Julián López, el Juli.
Un cámara indiscreto en Bogotá, ayer mismo, captó la imagen que todos deseamos ver: la de un Julián de corte clásico, que no acude con regularidad a la trampa, y que es capaz de hacer suyos los preceptos básicos del toreo: parar, templar, mandar y cargar. A ese julyanismo alejado de los bailes de la importancia y del nuevo testamento orejero, nos apuntamos, aunque sea a regañadientes.
Para que la admiración sea cabal, tendría que darle al madrileño por retirarse del matonismo en los sorteos y de los safaris por las dehesas, lugares en los cuales se perpetran los principales atentados contra la Fiesta, donde se priva de variedad, poder, casta y decoro al Toro. El debate entre detractores y partidarios se solventaría en parte si el toreo de Juli se ajustara más a resolver los problemas que presenta el fondo de la cuestión taurómaca, disposición que el aficionado debería exigir cada tarde con firmeza -qué y para qué se torea-, que las formas -cómo se torea-, en sí mismas, con las que sí se puede aceptar la controversia.
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