El caso es que Bienvenida pese a su educación y caballerorisdad tenía muchos gatos y de vez en cuando soltaba alguno. El que me echó en Morata fue memorable. Me tocó un novillo huidizo y manso hasta decir basta. Con la muleta me tapé decorosamente robándole pases a favor de querencia. Pero en cuanto me vio montar la espada se lió a dar vueltas, barbeando tablas y no había forma de igualarlo. Las cuadrillas andaban detrás de él con la lengua fuera sin lograr fijarlo. Llegó un momento que yo también me cansé de correr y me esperé cerca de la barrera por si podía darle un sablazo cuando pasara por allí. En esto que reparo en Antonio Bienvenida que, según su costumbre estaba sentado en el estribo con el capote a modo de almohadilla. Le pedí parecer por si conocía algún recurso para acabar con semejante fugitivo.
-Antonio, ¿qué hago?
-¡Escríbele! -contestó el maestro-.
Alfonsó Navalón
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