Durante el verano de 1848 el célebre periodista, taquígrafo, escritor y publicista Francisco de Paula Madrazo, se sumergió en lo más hondo de tierras guipuzcoanas, aventura que aprovecharía para explorar costumbres y folklore sin prejuicios ni banalidades. Su trabajo dio como fruto una obra en la que el reportero hace una fabulosa crónica viajera. "Una espedición a Guipúzcoa en el verano de 1848".
El relato (siendo largo se hace corto) que a continuación transcribo, da fé de las fiestas patronales de San Roque en Deva -o Deba-, y de la salud social de la que goza un pueblo aunque su feria comparta tipismo con otras nacionalidades del resto de España. En esta villa todavía se siguen dando festejos menores, y aunque sea a contracorriente y mal que bien, la afición por el toro, y no solo en la corrida ordinaria, sigue perdurando. Por lo menos hasta ahora, cuando Bildu pone en peligro una tradición arraigada al pueblo vasco desde siglos antes de que malnaciesen los de la capuchas y las bombas. Alguien debería contarles que las tradiciones, por bárbaras que parezcan -esta lo parece y a veces lo es-, sirven para hacer libre y feliz al pueblo. Pero claro, estos que van a saber de eso.
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De todos los pueblos de seis à ocho leguas a la redonda acuden hombres y mugeres; ellos con su pantalón de rica pana y su boina azul ò sombrero negro de grandes alas, y ellas con sus pañuelos en la cabeza más blancos que la nieve y con sus más estimadas sayas. Pero de donde concurren más aficionados es del vecino pueblo de Motrico, y nada puede darse más vistoso ni más animado que ver venir por el mar en pequeñas lanchas toda una población, que desembarca alegre en la ría, enmedio de los cánticos del país, y de los lecayos, especie de saludo burlesco que se dirigen por medio de gorgoritos los que se encuentran en el camino.
Algunos días antes de las funciones se dispone la plaza para las corridas de toros. Levantándose bajo la dirección del arquitecto de la villa la barrera y los tendidos, queda la plaza herméticamente cerrada, y convertida en verdadera plaza de toros. Los balcones y ventanas que dan a ella toman aquellos días un valor estraordinario, y se alquilan por seis y hasta por ocho duros. El largo y espacioso balcón municipal está destinado para las autoridades y el clero. Amanece el día de San Roque, y al punto se señala desde sus primeros albores por un bullicio estrepitoso, entre el cual sobresale el ruido del tamboril; las avenidas todas de la plaza están llenas de mercaderes ambulantes de uno y otro sexo, con bollos, rosquillas, aguardiente, chacolí y sidra; una multitud inmensa de hombres y mujeres que espresan el júbilo de que están poseídos, bailando todas à un tiempo, y dando voces y entonando zorcicos, obstruye las calles contiguas à la plaza; aquella mañana es la primera prueba para la corrida de la tarde, y todos se afanan por proporcionarse una entrada. En tanto las campanas de la ermita de San Roque, situada en una escarpadísima montaña de dificultosa subida, casi encima del pueblo, y las de la iglesia parroquial, anuncian con su alegre repiqueteo que empieza esta última solemnidad religiosa. El señor alcalde, vestido de frac negro y con su junquito, símbolo de la autoridad popular en aquel país, preside la fiesta en el primer banco. A su lado está el secretario de ayuntamiento y un poco má allá el alguacil. Un gentío inmenso llena el espacioso templo. Cántase una Misa mayor de las más solemnes, y después del evangelio ocupa la cátedra del Espíritu Santo un sacerdote que con una pronuncación fácil y estraordinariamente rápida, debe ensalzar las glorias del patrón de Deva, y decimos que debe ensalzar, porque el panegírico del Santo se pronuncia en vascuence, y la única palabra que llega à nuestros oídos de significación clara, es la de catolicua, conque una y otra vez se dirige à sus atentos oyentes. Sin embargo, por lo que pudimos comprender, nos pareció que el vascuence es idioma que se presta mucho, por su dulzura à la par que por su energía, à los sublimes arranques de la elocuencia religiosa. Terminados el sermón y la Misa, se lleva procesionalmente una imagen de San Roque, adornada con flores, à la ermita de la montaña, sin que baste à entibiar el devoto celo con los que siguen à la procesión, que son todos los vecinos de Deva y de los pueblos limítrofes, la fuerte lluvia que à todos trae disgustados por el temor de que se malogren los toros de la tarde.
¡Los toros! hè aquí una de las diversiones más populares entre los vascongados. Sin temor de equivocarnos, no vacilamos en asegurar que una corrida de toros produce en las provincias aún mayor entusiasmo que en cualquier pueblo de esa Andalucía, cuna de las fiestas tauromáquicas. Presenciando una corrida de toros aquel pueblo, generalmente tranquilo y nada alborotado, adquiere otra fisonomía distinta, se vuelve jaranero y bullicioso, y da à esta fiesta española todo el colorido de la ruidosa animación que tanto distingue y hace valer. No se estrañe pues, que la constante lluvia con que favorece el cielo à los devanos el primer día de las fiestas de San Roque les disguste y enoje, y que no desarruguen su entrecejo hasta el medio día, en que asomando el sol entre nubes parece prometerles una tarde feliz.
Pero no solamente el sol el que se la promete; el pregonero de la villa, especie de Diario de Avisos ambulante, corre por las calles y se detiene en todas las esquinas à anunciarles la buena nueva. Pocas cosas pueden darse más originales que este pregonero. Instrumento de publicidad, parece que su misión no es otra, durante las horas de la siesta, que la de interrumpir el sueño de todos con sus desaforadas voces. Como preliminar del pregón toca siempre un buen redoble de tambor; al ruido de este acuden todos los chicos del pueblo, que se agolpan a su alrededor; se abren todos los balcones y todas las puertas, y cuando conoce el nuncio de buenas nuevas que ya tiene auditorio, abre la boca y con esténtorea y acompasada voz anuncia lo que le han mandado en el idioma del país. A renglón seguido y para que no se queden en ayunas los forasteros, hace del pregón una versión castellana, y se espresa poco más o menos en estos términos, haciendo las pausas que indican los puntos suspensivos:
"Sepan todos... los vecinos y forasteros... de la villa de Deva... que el ayuntamiento... ha acordado celebrar... las fiestas del patrón San Roque... con tres días... de corridas de toros... Serán estos lidiados... por el famoso Zapaterillo... y su padre... Hoy à las cuatro... tendrá lugar... la primera corrida... Terminada ésta... se bailarán zorcicos... Las hermosas guipuzcoanas... retan al baile... à los señores forasteros... La entrada à dos reales... El que quiera que acuda..."
Al llegar aquí, da el pregonero un nuevo redoble de tambor; aguzan todos los oídos y escuchan con placer lo siguiente:
"Sepan tambien todos... que para mayor solemnidad... de estas famosas fiestas... en la confitería de la plaza... durante estos tres días... se encontrarán... ricos sorbetes... à dos reales... El que quiera catar que vaya."
Ya no hay, pues, duda, el anuncio es oficial, la Gaceta de Deva representada en su pregonero nos lo ha dicho; tenemos corrida, vuelva el júbilo à los entristecidos corazones de aquellos entusiastas apasionados de Montes, del Chiclanero y del Zapaterillo.
Los toros están encerrados desde muy temprano en el toril de la plaza; los tamborileros colocados en el estremo derecho del balcón del ayuntamiento empiezan à herir los aires con sus acostumbradas tocatas; este ruido, armonioso para aquel pueblo, lleva el júbilo à todos los corazones, pues les anuncia que está próxima a comenzar la corrida. A ete anuncio se precipitan todos à la plaza, prèvia la presentación del indispensable billete; los tendidos, aunque humedecidos por la lluvia más de lo que fuera menester, se ven poblados en un instante por una multitud de gallardos mozos que al entrar en la plaza se quitan las chaquetas y lucen la blancura de sus camisas; interpoladas con estos se ven graciosas y alegres guipuzcoanas, las más luciendo sus ricos pañuelos amarillos de la India y en la cabeza sus pañuelos de seda; describir la algazara que traen entre los unos y las otras es tarea casi imposible; baste decir que aun no ha salido el primer toro y ya se están retando para el primer zorcico. Los bañistas forasteros, que en aras de San Roque han hecho aquel día el sacrificio de su baño, contemplan embelesados desde los balcones ò ventanas de la plaza este animado y bullicioso espectáculo; en el balcón largo del palacio municipal ya se vé al señor alcalde y al secretario, à su lado están los seis ú ocho eclesiásticos que componen el clero de la villa; más allá el señor comandante de carabineros que vigila aquella costa; el apreciable médico don Carlos, el arquitecto, el escribano y el boticario del pueblo; ya nada falta en la plaza más que la presentación de la cuadrilla.
Esta se resiente de la escasez de su número. San Roque se empeñó en acojer bajo su patrocinio à casi todos los pueblos de la provincia, y como aquellos días hay toros en todas partes, las notabilidades tauromáquicas están distribuídas entre varias plazas. Pero atención: ya aparece la cuadrilla. El Zapaterillo, que es el primer espada, viste con notable gracia el traje andaluz; su chaquetilla y su calzón son de color rosa con oro. Su estatura es regular, su aspecto brioso, sus patillas de torero. A su lado marcha un anciano que viste chaquetilla y calzón negros, con alamares negros también. Es su padre. Hombre, aunque de edad avanzada, de corazón juvenil y de notables bríos, no teme arriesgar los pocos años que le restan de vida en obsequio de San Roque. Un aprendiz de torero, muchacho de más prudencia que talla, es el último individuo de la cuadrilla. Hecho por èsta el saludo de costumbre à la autoridad, mueve el alcalde su junquillo y sale à la plaza el primer toro. El Zapaterillo lo trastea con habilidad, le capea y pone banderillas con notable arrojo; su padre no le va en zaga, lidia y corre con más aliento del que prometen sus años. En tanto el aprendiz, que indudablemente erró su vocación, se mantiene siempre à una respetuosa distancia del vicho. El hijo y el padre son siempre saludados son fervientes aplausos, cien boinas y otros tantos sombreros caen à sus pies. La popularidad los enloquece, y à una suerte arriesgada sucede otra. Lidiados los seis toros, de los cuales ninguno es de muerte, porque todos son necesarios para las labores del campo, se apoderan de la plaza los aficionados y lucen su arrojo y su destreza con dos o tres vacas que vuelven al toril rendidas de haber tenido que correr tras tantos lidiadores.
Concluida la función tauromáquica, queda despejado el campo para los bailarines y empieza el zorcico, ese baile que en sus primeros pasos es tan galante y respetuoso para con el bello sexo, es de familiar y envuelto al concluir. Martín Felix y un joven bullicioso hijo de un anciano general de Marina que residen en Oñate, son los que mejor le bailan y dirigen. Despues de los tres primeros zorcicos, que son los de empeño y en los que toman parte los más afamados bailarines, se van desocupando los balcones y los tendidos, pero no por eso ceja el baile en la plaza, que se prolonga hasta la madrugada à la rojiza luz de teas y de hachones que dan à aquella escena todas las tintas de una verdadera bacanal. En tanto que las masas celebran en la plaza la fiesta del Santo, los forasteros y las personas que forman la aristocracia del pueblo se solazan aquellas tres noches en el salón del ayuntamiento, más iluminado aún que de ordinario, con un sarao que eclipsa en brillantez y en concurrencia à todos los que le han precedido. Un partido de pelota en que ostentan su destreza los jugadores más famosos de la provincia pone término à estas celebradas fiestas. Algunos días después todos abandonan à Deva, como si les pareciera triste y solitaria la villa, tan llena de vida y de animación durante las funciones de San Roque.