Si a algun desdichado funcionario, de esos que abarrotan los ayuntamientos como arenques en sus cajas, a los que apenas les llega la soldada para tener un bemeuve para cada día de la semana, le hubiera dado por llevar a cabo la elaboración de un censo de atriubutos del macho ibérico, ahora tendríamos, como nación puntera en la OTAN, un registro de adn español que ya quisiera para sí mismo el FBI. Un inventario que mostraría el retrato robot del PIB que esconden las braguetas del pueblo llano. Que podrían ser luciendo pelambreras, como un rabino judío; perriflaúticos, de huesecillo aceituna, deshidratados y ecológicos; esféricos, como balones de reglamento; colganderos, al estilo talibán; electromagnéticos, cuando tienen el poder de atraer todos los golpes ; fachas, que cargan a la derecha, republicanos si cambiamos de bragadura; perezosos, con tendencia a ponerse cuadraos; los hay también pelaos, por veteranos; moraos, cuando son más frioleros; altilocuentes, como los de Trillo, a los que azuzaba en el ardor del Congreso; los afro, tipo Valderrama, que fue lo más cerca del Pichichi que jamás estuvo Michel; diplomáticos, cuando no hay uno más alto que otro; si llevan la ingle brasileña, dandys; santísimos, cuando el propietario hace gala de extrema tozudez; y así hasta un amplio volumen de procederes íntimos que requerirían para su archivo más tomos que el Cossío.
Los nuestros, no los míos, tampoco los suyos, lector, sino a los que rindo este sentido homenaje, y ante los que si se encuentra por la calle y es capaz de reconocer, con su emporio de gallardía, deberá postrarse a su paso, como si estuviese ante la Reina Isabel II de Inglaterra, son la envidia de la cuadra de caballos del Espartero, por lo grandes y recordados, se entiende, y azabaches, negros por el humo de mil batallas, convertidos en blasón de escudo heráldico de la campiña jerezana, símbolos perennes de este terruño cainita llamado España, estandartes que las generaciones del siglo veintiuno deberán recordar, junto al casco de Alonso, la raqueta de Nadal, la boina de Iniesta y la barba de manifestante de CiU de Gasol, como las que fueron señales de esperanza y desarrollo de una época tenebrosa.
Borradas fueron, por tan inseparable pareja, las ideas de la cabeza del mozalbete hijo del panadero, que fue apartado de las pesadillas nocturnas en las que los molletes se le revolvían como leones, mientras, desde la vitrina, una pistola de pan lo amenzaba con convertirlo en JuanJo -Huanho en gadita-, otro aburrido y común mortal, para introducirlo en la ensoñación de matar toros de casta brava, al confuso resguardo de la paradójica paz de la alimaña, arrojado a la barroca espiral del miura que se muerde la cola, y que vuelve a salir por chiqueros una tarde tras otra, como un funesto día de la marmota, sin que el antiguo panadero, amasador de sueños, pagase tributo a la gloria con la renuncia a su forma de ser.
Y ya lleva el trío, el par de dos y el Ciclón, diecisiete años de alternativa; diecisiete años corriendo la pólvora por las venas del lidiador, canjeando cada resuello delante de un bicho maldecío por una explosión de azares y verdades; diecisiete inviernos tentando en esas fincas donde las vacas son belcebús y la arena es azufre; diecisiete años con claros y oscuros, que nadie es perfecto, en los que se han mezclado, como en botica, las mejores esencias silvestres que se puedan recolectar en el prado de la torería, con una amplia gama de lavativas y laxantes que a más de uno, y de dos, han hecho cagarse en la madre que parió a Panete; diecisiete otoños plegando los chismes, afilando los extenuados aceros, zurciendo las telas ajadas, cambiando tres, cuatro, cinco, seis bolitas de lado del alambre de ese espantoso ábaco con el que los toreros llevan las cuentan de las cornás.
En Zaragoza, uno de Ana Romero, con cargo de aristócrata, Marqués, e intenciones de bellaco, en un imposible tercio de banderillas, les selló el visado hacia los terrenos de la Parca. Tras unos dimes y diretes con la dama de la guadaña, que si vente pa'cá, que ya son muchas visitas y nunca pasas de la puerta; que no que todavía es pronto y no me corre bulla, ecétera, y sólo un trimestre después, que es el tiempo que tarda un escolar en aprenderse la mitad de los reyes godos, ahí los tenemos, otra vez en la batalla, con ese parche en el ojo, que lo mismo tapa la herida que entierra las tirrias y rencores de sus viejos detractores -entre los que me hayo-.
El día cuatro, en Olivenza, bajo la clausura y la epidemia de murria que proporciona al coleta el patio de cuadrillas, y un rato antes de volver a enfrentarse a la bicha, Juan José Padilla llevará a cabo la faena de aliño con la que todo el que haya visto las orejas al lobo ha soñado: situado en el centro de la suerte, las zapatillas clavadas al suelo, el compás abierto, la pata pa'lante, el mentón hundido en clavícula, las manos, en ibérico procedimiento, como un folklórico macho español, agarrándose la taleguilla, dándole bamboleo a los dedos como Curro arte a la capa, citará a la muerte, que aunque con el Ciclón ya tiene resabio, estará allí, de guardia como siempre, y cuando la tenga enfrente, en el mismísimo hoyo de las agujas le espeterá, como media lagartijera, un
¡Por mis cojones!
Y ya lleva el trío, el par de dos y el Ciclón, diecisiete años de alternativa; diecisiete años corriendo la pólvora por las venas del lidiador, canjeando cada resuello delante de un bicho maldecío por una explosión de azares y verdades; diecisiete inviernos tentando en esas fincas donde las vacas son belcebús y la arena es azufre; diecisiete años con claros y oscuros, que nadie es perfecto, en los que se han mezclado, como en botica, las mejores esencias silvestres que se puedan recolectar en el prado de la torería, con una amplia gama de lavativas y laxantes que a más de uno, y de dos, han hecho cagarse en la madre que parió a Panete; diecisiete otoños plegando los chismes, afilando los extenuados aceros, zurciendo las telas ajadas, cambiando tres, cuatro, cinco, seis bolitas de lado del alambre de ese espantoso ábaco con el que los toreros llevan las cuentan de las cornás.
En Zaragoza, uno de Ana Romero, con cargo de aristócrata, Marqués, e intenciones de bellaco, en un imposible tercio de banderillas, les selló el visado hacia los terrenos de la Parca. Tras unos dimes y diretes con la dama de la guadaña, que si vente pa'cá, que ya son muchas visitas y nunca pasas de la puerta; que no que todavía es pronto y no me corre bulla, ecétera, y sólo un trimestre después, que es el tiempo que tarda un escolar en aprenderse la mitad de los reyes godos, ahí los tenemos, otra vez en la batalla, con ese parche en el ojo, que lo mismo tapa la herida que entierra las tirrias y rencores de sus viejos detractores -entre los que me hayo-.
El día cuatro, en Olivenza, bajo la clausura y la epidemia de murria que proporciona al coleta el patio de cuadrillas, y un rato antes de volver a enfrentarse a la bicha, Juan José Padilla llevará a cabo la faena de aliño con la que todo el que haya visto las orejas al lobo ha soñado: situado en el centro de la suerte, las zapatillas clavadas al suelo, el compás abierto, la pata pa'lante, el mentón hundido en clavícula, las manos, en ibérico procedimiento, como un folklórico macho español, agarrándose la taleguilla, dándole bamboleo a los dedos como Curro arte a la capa, citará a la muerte, que aunque con el Ciclón ya tiene resabio, estará allí, de guardia como siempre, y cuando la tenga enfrente, en el mismísimo hoyo de las agujas le espeterá, como media lagartijera, un
¡Por mis cojones!
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