Hay que volcar todo en la vida para que la muerte solo se lleve un pellejo vacío, dijo una vez un sabio. Y con esa consigna tatuada a fuego reapareció Diego Urdiales, que es un matador que parece sacado del Alatriste de Pérez Reverte, uno de esos tipos que nacen siendo ya una vieja gloria. Al romper el paseíllo más afilada que nunca fosforecía su inconfundible mirada aguileña, veinte años mayor que sus ojos, sin duda los genios que bailan en su estómago debieron cenar algún néctar superior en dulzura al resto de venenos. Envuelto por el halo de naturalidad con el que bordea el misticismo despachó una tarde donde se exprimiría hasta las últimas consecuencias para cumplir el exacto vaticinio del profeta Joaquín Vidal y convertir el toreo en grandeza.
Sonaron los olés, que flotaban a lomos del viento, como si fuese la primera vez que se toreaba en el mundo. En el tendido, a la peña se le erizaban las crines como yeguas que barruntan el lobo. El que no estuvo en la plaza también lo pudo contemplar: desde el satélite se veía una nube atómica sobre el mapa, era la hueste antigua volviendo a danzar alrededor del toro. Una catarata de espasmos, éxtasis de corrala y frenesí carpetovetónico que logró entre los feligreses la comunión perfecta. Al fin y al cabo la tauromaquia es una religión que aún conserva el hechizo de poder dominar a los hombres.
Lo que allí pasó ya lo habíamos vivido antes en alguna parte. De ahí que cuando el Diego apenas se había hecho con la embestida de Hurón, la gente, que no es tonta, estaba metida en el canasto. Estalló el run run prototípico de las Ventas cuando olisquea la pureza, rumor que suena a locomotora de un Orient Express que viaja al blanco y negro del lugar donde los tratantes de utopías pregonan el cualquier tiempo pasado fue mejor. Su puta madre, claro que lo habíamos soñado antes, ahora los modernos lo llaman deja vú: era una de esas faenas que dibujan una historia, un toro bravo, Antonio Bienvenida, la voz en off de Matias Prats, el toreo vertical y acinturado, que es el unicornio perseguido por la santa cruzada contra lo moderno; un ramillete de naturales por aquí, un obligado de pecho por allá; cuatro doblones por bajo y acaso un par de molinetes; el gesto desmayado, como una virgen en el fondo del mar; femoral y muleta como blasón heráldico del toreo clásico; y estocada hasta la bola.
Esa misma noche la pasamos jurando de rodillas ante la estatua de Antonio Bienvenida que existe Dios.
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