Como no hay amor sin navajazos, los morantistas, que flipan con los gintonics con pepino, Remedios Amaya y los tablaos flamencos, lloran por las esquinas, con hocico de caballo triste, canturreando aquello del mariachi José Alfredo, "Porque yo adonde voy hablaré de tu amor/ como un sueño dorado y olvidando el rencor/ no diré que tu adiós me volvió desgraciado..." El motivo de tamaña amargura es que no les ha quedado más remedio que doblegar sus más bajos instintos ante la realidad: Morante de la Puebla es el seudónimo bajo el que se esconde una mentira.
Una realidad que condena a sus viudas a la autocrucifixión en el madero del arrepentimiento, sometidas bajo los hirientes clavos del despecho. La verdad, si es que existiese, jamás dejó de estar del lado de aquellos acusados por el morantismo de claudicar ante la demagogia. Toristas, talibanes, paralíticos del arte, aficionados con melena de rata vieja y demás ralea integrista con sede social en el siete madrileño, que es donde Satán, según el evangelio sevillano, asa las mantecas de los ángeles guardianes de la quintaesencia del toreo. Aficionados a un toreo primitivo, genesíaco, burbujeante y bruto, donde la genialidad se esculpe a fuerza de martillear la seda contra el yunque, el percal contra el pelo, y cuyo único misterio insondable es la conveniencia de que el matador mate al bicho antes de que el bicho lo mate a él. Aficionados lapidados verbalmente por la insurgencia morantisca, descalabrados con las piedras viperinas de la estulticia y la vendetta por ser quienes anticiparon, como podencos olisqueando la muestra tras la estatua de sal de la Puebla, que estábamos ante un fraude de magnitudes colosales, espíritu vaporoso, poetastro de juegos florales, un bisutero que empedró las cuencas oculares de los parias con las fotografías desleídas de los muertos que le precedieron en el negocio, convenciendo a la fanática clientela de que en su corpus hispalensis era posible reencarnar el martirologio completo de artistas que hicieron posible una tauromaquia a contrapelo.
El morantista es la criatura mitológica que enviaron los dioses a la Tierra con el mandato de ser termómetro de la resignación humana. Es un tipo que ha aprendido paciencia. Entusiasta de la frustración, en el fracaso se siente seguro. Porque el relato fundacional de esta religión duerme sobre los españolísimos pilares del derrotismo: el blasón peripatético del cuanto peor, mejor; la transformación en sacramento de las abluciones del maestro con las aguas benditas del malfario, la puta mala suerte, que es la excusa que siempre está dispuesta para hacer el quite al maestro; la supeditación de la belleza suprema a la ruina; el culto pagano a las broncas, tan toreras que solo los elegidos, acaso por el enemigo, son dignos merecedores de ellas; y los puñetazos en el pecho con el Viva er Beti manque pierda, eslogan de sobre de azucarillo adaptado histriónicamente como santo y seña de la figura bizarra del héroe, que en este caso parece un personaje de la ochentera y mítica ópera maestra de Manuel Summers, To er Mundo è Güeno.
Sin embargo, a los morantistas, que se merecen un monumento más grande que la Giralda y un festival anual a beneficio de sus cuentas corrientes, no se les puede recriminar nada: aunque ellos todavía no lo saben, son víctimas arrolladas en nombre de un bien superior, unos cuantos miles de estafados a la espera de que salga el juicio. A falta de puertas grandes, trances místicos, orgías taurinas a orillas del Guadalquivir y tardes de mandar veinte mil tíos al manicomio tocados de ala, la razón científica por la que el genio de la Puebla se harta de colgar el no hay billetes es el Síndrome de Estocolmo: tener partidarios es la manera más elegante de tomar rehenes.
Cada vez que uno de sus incontables partidarios sacude contra el viento el nombre de Morante como si batiera un incensario en la Madrugá, a cualquier fulano que tenga la pituitaria en un estado aceptable de forma, la voz de Molés enumerando cualidades y servicios del maestro como el dueño de un puticlub subastando el género se le ha de reproducir en la mente, junto a media docena de fotogramas veroniqueando cabras de cuernos minimalistas y ubres marchitas que hacen el avión, colocan la carita o husmean los chismes de torear mientras suena Suspiros de España en el organillo.
Pues esta mierda la hemos vivido en bucle veinte años, que se dice pronto. Y encima tenemos que dar las gracias.
Sin duda es José Antonio Morante de la Puebla un elegido, en su desidia arrastre la penitencia, incapaz de salir del fango de su propio ombligo. Una ficción artística con patillas de bandolero. Un parque temático del postureo. El clásico torero narcisista que se ve obligado a crear un personaje para afrontar su autoengaño, adoptando el papel de redentor, elevándose como un mesías que viene a resucitar la tauromaquia, como tantos otros de su misma cuña, gaseando al aficionado.
Tanto capricho, tanta propaganda barata, tanto gustarse en el espejo, tanto cultivar el hambriento ego de la bestia, tanta postura estudiada y tanto superfluo gesto para presentar a las primeras de cambio la dimisión irrevocable a la torería, olvidándose de lo fundamental. Ganamos polémica, volvió a sonar el ruido de las pisadas sobre las vísceras que dejaban tiempo atrás las discusiones entre partidarios y detractores, resucitó el cainismo y recobró fuerza el peloteo, que siempre fueron los engrasadores que lubricaron las bielas que empujan el motor de la Afición, pero a cambio perdimos un torero que pudo ser irrepetible.
Rehén de un antiguo esplendor que pudo reverdecer de rechazar en su debido tiempo las mamadas de los labios agradecidos de la prensa y las gratuitas palmaditas en la espalda, cometió el sacrilegio de hacer de su oficio una romería de excentricidades, despreciando la autocrítica, renegando de la honradez y esquivando la meritocracia. Jamás cayó en la tentación de dignificar con empeño la tauromaquia.
Se pasó la vida convenciéndose de que era Gallito, Paula o Curro.
Pero no lo era.
Y prefirió inmolarse evocando un pasado que no le pertenece.
Afortunadamente, el futuro tampoco.
Que le echaba yo de menos Antonio. Pues lo ha vuelto a bordar. Y se lo dice uno que un día se enamoró del toreo de Morante. Pero del toreo que tenía José Antonio antes de crear este burdo personaje que ha acabado tragándoselo.
ResponderEliminarNo puedo estar mas de acuerdo con usted Antonio, y la entrada me parece una auténtica pasada. Un regalo sinceramente.
Enhorabuena.
Un saludo.
Un abrazo, querido amigo. Me alegra volver a "saludarte". Espero que siga todo bien.
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