domingo, 15 de enero de 2012

El Gallo se mete a picador

Manuel Vaquero (Archivo Ragel)


 
 
 
 
 ... Por aquella época, Rafael no andaba muy sobrado de contratas. Había toreado en Barcelona y, por uno de esos caprichos que le asaltan de cuando en cuando, decidió quedarse allí unos pocos días como turista, licenciando a su gente hasta la próxima corrida, que era allá por abajo. En el ínterin, velay que José torea en la que llaman los revisteros la Ciudad Condal, y bien fuerza para sustituir a algún compañero lesionado, o porque conviniera reforzar un cartel endeble con el agrego de dos toros, para la causa que fuese, el caso es que, de pronto, contratan al Gallo para dos días después y -cosa rara en él- se le ocurre la medida de buen gobierno de pedir a su hermano que le preste la cuadrilla, en lo cual Joselito consintió de buena gana... ¡Por menos de nada sería él quien le apuntase la idea! Y gracias a ello tuve yo noticias, como antes te dije, del suceso, pues me lo contó el propio Sánchez Mejías, que salió aquel día con Rafael, a pesar de ir por entonces con José, por la causa referida. 

Después de haber estado con su primero ni fu ni fa; o más bien fu, en cuarto lugar le tocó un pavo, castaño oscuro, con su buen velamen, con edad, tamaño y ecetra. En el ecetra puede entrar el hecho de haber sigo fogueado, sin una sola vara... Claro está que yo sé de la ganadería que era el toro, pero no te lo digo porque eres mal guardador de secretos, o sea que te vas del seguro fácilmente, y como lo mismo da que fuera de Juan que de Pedro... pues continúo. El susodicho animal, después del tuesten se había acuartelao en la mismísima puerta de toril. El gentío se relamía de la satisfacción, pensando en el mitín que liba a dar el Calvorota, pues ya es sabido que, cuando cualquier torero está fatal, el público se incomoda, a menos que sea el Gallo, en cuyo caso se ríe y acaba por pasar por carros y carretas. 

La cuestión es que el diestro, muy jacarandoso y, al parecer, más animado que de costumbre, se fue a buscar al toro con la muleta plegada en la mano izquierda. De cuando en cuando se paraba, para citarle de muy lejos, como si fuese a dar el pase cambiado. En el momento en que se convencía de que el castaño no hacía por él, daba dos o tres pasos más y repetía la citación. Pero... ¡que si quieres que te prenda los alfileres! El público se reía, como diciendo: "Rafael no sabe ni por donde le da el aire... ¡Mia que querer hacer florituras con un manso perdío! Mientras tanto, el diestro seguía dando pasos adelante para provocar la arrancada, cada vez más en corto, y como "pobre porfiado saca limosna", al fin el toro se le arrancó descompuesto y el Gallo largó una especie de pase cambiado, muy deslucido y fuera de cacho, con el detalle de que, al pasar, el toro se pinchó, casualmente, en los alrededores del codillo, con el estoque, que estaba sostenido en esta posición: tumbado, o séase horizontal, como dice la gente fina. El público no acabó de comprender lo que había pasado; el bicho se fue de estampía a otro lugar de la barrera, y allá se dirigió Rafael para repetir la bonita suerte. Pero cuando, de nuevo, el toro se pinchó con el estoque, estalló la protesta del respetable, que se convirtió en bronca espantosa al ver que la ocurrencia tenía lugar por tercera vez... Me decía Ignacio que se creyó en el caso de advertirle: "Rafael: te van a matar... ¿Por qué haces eso?" Él le contestó: "Cállate ahora, ya te lo explicaré luego."


El toro, harto ya de tanta pinchadura, en vez de acularse en tablas, empezó a huir. El Gallo corría muy a gusto detrás de él, para que no se parara. Con el ejercicio, cada vez sangraba más el castaño, hasta que, de pronto, se paró en el tercio. Entonces, Rafael le dió tres o cuatro pases de tanteo, y en cuanto se convenció de que el toro ya no tenía ná dentro -ni siquiera sangre- se lió a torearle por las buenas, haciendo mil filigranas, hasta volver loco al público. Pases del Celeste Imperio, naturales, ayudados, molinetes (que por cierto, él daba de una forma especial y con la gracia del mundo) y luego rodillazos, tocaduras del pitón, el estoque al testuz parando al toro, ecetra... ¡El disloque! Matando estuvo la cosa regular, pero no se puso demasiado pesado y, lo que parecía que iba camino del desastre, acabó en gran triunfo, con ovación y petición de oreja, que, al fin, no fue concedida.

-¿Te das ahora cuenta -le dijo a Sánchez Mejías- de por qué hice aquello? Porque yo necesito que me piquen los toros, y como a éste no le habían partido un pelo, he tenido yo que hacer de picador para poderle torear a mi gusto...
 
 
 
Luis Fernández Salcedo
Cuentos del Viejo Mayoral

1 comentario:

  1. Hombre, bien no está la triquiñuela, pero esto da la idea de lo que conocían al toro, de la rapidez para pensar en la cara y los recursos que brotaban cuando hacían falta, aparte de la genialidad de "Rafaé".
    Un saludo

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