Aferrarse al hierro de Escolar es hacerlo a la casta, al Toro que es Toro y a la emoción prototípica del envase cárdeno. También a la necesidad de resucitar unos recuerdos que nos llenan de nostalgia, pero que desvirtúan nuestra realidad. Los grises de Escolar no son los Victorinos, tampoco los Adolfos. Ni mucho menos los de Moreno Silva, el cárdeno cabrón por excelencia. Han sido duros, encastados en peor que malo y han tenido a todo el público en vilo por la salud de los toreros. Guapos, tres al menos, aplaudidos de salida, y dos también, que todo hay que decirlo, astillados feamente, seguro por la enfermedad de las fundas. Es justo colocar aparte el primero de Rafaelillo, toro antiguo, bravo si bravura es la capacidad de defender la vida hasta el último bufido y crecerse ante el dolor y hacia el que te lo infringe. Se llevó tres puyazos por lo criminal, sangrando abundantemente, pero sin abrir la boca ni perder una mano. Con un poco de afición y ética por parte del varilarguero hubiésemos visto tan tranquilamente un tercio con cinco visitas al penco, sin necesidad de rememorar los tiempos arqueológicos del Cossío ni de viajar a extraños e impronunciables pueblos franceses que no conocen ni en Francia. Nos están sisando una parte de la entrada. Ovacionado justamente al arrastre. Los hermanos, agrestes y secos como ripios, se han quedado a medio camino entre muchas cosas. No han tenido genio, con las arrancadas y la fiereza que conlleva; tampoco han sido alimañas tobilleras, humilladoras pues, que daban un hálito de emoción a los tendidos a la par que posibilidades para el torero; y tampoco han resultado ser, aunque se han acercado, moruchos de tomo y lomo. Afortunadamente tampoco han tenido toreabilidad, que de ella vamos bien servidos durante todo el año. Una corrida que deja muchas incógnitas y que creo que está siendo injustamente tratada desde los dos puntos de vista antagonistas que marcan la Fiesta: ni se merece los elogios exagerados con que Madrid la ha premiado, ni creo sea objetivo decir que “esto no vale para nada”. Con todo lo escrito, ojalá salgan muchas como las de Pepe Escolar.
Rafaelillo ha naufragado con la tempestad que asoló el redondel durante el primer acto. Siempre ha estado a merced del Toro, picado con nocturnidad –la que se da bajo el castoreño- y alevosía –con la que suelen actuar los que se amparan en la nocturnidad-. El diestro murciano, ayer siniestro, hizo novillos durante la lidia. Raro en él. Con la muleta no se dio coba y nunca se vió confiado. No acertó ni con el inicio de faena por bajo y pegado a tablas, en las que el escolar le dejó las cosas claras, ni con los aceros, que es el mínimo exigible a un soldado con sus medallas. No dejó de zapatillear por toda la plaza, defendiéndose como pudo de esa tormenta de malas intenciones que traía Tartanero. Abroncado justamente, ganada la silbada a pulso con su actuación. Pero es Rafaelillo –ver hoja de servicios-. Y con eso está todo dicho. En el cuarto, menos exigente, pero con el público en contra, se dejó llevar, como camarón que arrastra la corriente. En términos generales, no ha estado bien ni han estado bien con él.
Robleño ha dejado unas lapas de recibo, al segundo, la mar de ajustadas y sentidas, que han sido lo mejor de la tarde. Después, las ganas de agradar marca de la casa y la disposición que le faltan a las tres cuartas partes del escalafón. Poco más se pudo hacer.
Y lo que vale para el tigre también es válido para un Alberto Aguilar, que se marchó incógnito de Sevilla y que ha quemado, no por su culpa, uno de los cartuchos gordos que tenía esta temporada.
En el clavo.
ResponderEliminarJ. Cepeda