Hoy se cumplen doce años desde que nos abandonase Paco Apaolaza. Crítico que, con Joaquin Vidal y Alfonso Navalón, ha formado la terna de cronistas taurinos más tenaz, independiente y brillante de los últimos tiempos. Se les echa de menos.
Un par de semanas después del triste deceso, Navalón escribía en la Tribuna de Salamanca y el Chofre, a modo de recuerdo, unas sentidas palabras que aquí quedan compartidas, como pequeño homenaje a "Pacorro".
"He dejado pasar el tiempo para que no
me escocieran las entrañas al escribir este oficio
de difuntos que no quiero que suene a miserere porque
Paco era apacible, burlón, sosegado y sabiamente
escéptico. Tuvo además la suerte de encontrar
una 'santa' a la medida tolerante de su bohemia de trotamundos.
Cuando le preguntaba por ella en el trajín
de la feria contestaba con aquella ironía tan suya:
"'La Santa' se quedó en San Sebastián,
como perro sin pulgas, por lo menos estos días
no tiene que aguantarme". Y Amparo llegaba invariablemente
el fin de semana, a seguir discretamente su ruta de copas,
merendolas y discursos a media voz. Y se volvían
juntos a la brisa del Cantábrico bravío,
a la ruta de los potes o gozar de los atardeceres paseando
bajo los tamarindos de los jardines que bordeaban la Concha,
aquella playa nostálgica donde íbamos a
bañarnos los de tierra adentro, cuando 'El Chofre'
era la joya de la Semana Grande.
Ya me ha contado Amparo que murió
dulcemente, cuando se vio libre de aquella urna de cristal
de la clínica de Sevilla, donde lo metieron
los médicos, sin más compañía
que las banderillas de los tubos, clavadas en las venas.
Y Paco con el cuerpo muerto pero la cabeza clara
dijo que lo dejaran morir en paz en su casa de San
Sebastián. Se libró de la pesadilla
de los cuidados intensivos, cuando no quería más
cuidados que un horizonte de montañas verdes, cielos
azules ¡y el mar!
Murió escribiendo Y me cuentan
que se murió escribiendo notas y hablando con los
ojos, cuando se le escapó la voz. Hasta que se
le apagó el alma en su mirada clara y en su bigote
rubio de gabacho. Me figuro que antes de palmarla ordenaría
que le colocaran en la mesilla un reserva de Rioja,
un plato de foia fresco, una cazuela de cocochas y de
postre unas torrijas con canela y miel.
En mi andariega vida de deleites por las
gastronomías de lujo, siempre estaba al lado el
apacible Paco, con su refinamiento de comer hablando
o de hablar comiendo; dos privilegios que ejercía
con autoridad de maestro. Cuando empezaban las ferias
del Norte había que buscar su querencia para gozar
de los grandes yantares. Alguna vez tuve la suerte de
ganarle por la mano como en aquella cena que me dieron
en las Bodegas Muga, la víspera de lidiar
aquel toro memorable que mató Raúl Aranda
en Haro.
Antes de sentarnos a la mesa lo eché
en falta. ¿No habéis avisado a Apaolaza?
¡Faltaría más! Y al poco rato apareció,
porque sin él una cena dejaba de ser un ceremonial.
Pasaron los años y cuando en alguna
feria salía un toro bravo que despertaba elogios,
él los cortaba en seco: "Bravo de verdad
el que echó este hijo de puta en Haro"
y empezaba a contar la historia de su lidia y a reírse
de mí porque me eché a llorar cuando se
lo llevaban las mulillas.
Un día estábamos comiendo
en Bilbao y apareció una "maricona"
que se colaba en la habitación de los toreros para
correrse de gusto cuando se desnudaban. Y me puse a largar
con esa falta de caridad cristiana cuando la tomo con
uno. Y Paco, tan caballero y tan legal, me dio
un corte: "No te permito que hables mal de un
amigo delante de mí".
A los pocos días la maricona le
quitó rastreramente su trabajo haciéndole
la pelota a la señora de un banquero que mandaba
en su periódico. Paco se quedó en la calle
y cuando lo encontré en la feria de Logroño
se le cayó la cara de vergüenza: "Tenías
toda la razón porque 'La Morala' es mucho peor
de lo que tú decías"...
Rescató su oficio y nos volvimos
a ver por las plazas mientras tomaba notas para aquellas
crónicas, que siempre encabezaba con algún
titular sarcástico. Ahora la muerte lo ha sorprendido
en la feria de Sevilla cuando empezaba el desastre de
las mansadas insoportables de esas ganaderías 'de
lujo' hechas a la medida de toreros sin pundonor y sin
oficio. 'Roncando sin mantas' se titulaba y le
llegó el puntillazo cuando tenía ya la crónica
a medias.
Otra crónica amarga de los que
asistimos por obligación a un espectáculo
que ha perdido todas sus esencias y encima tenemos que
afrontar el sacrificio de contarlo sin aburrir a los lectores.
Paco asumió la servidumbre de este oficio
hasta el último adiós a la vida. A fin de
cuentas murió como una figura en una feria de lujo.
Me reprochaba que no he vuelto a Castellón,
ni a las Fallas, ni a Sevilla... Y cuando
lo llevaba a su terreno me comprendía: "Yo
voy a las ferias de Madrid y arriba, donde la gente sabe
comer. Tú dices que la cultura y la gastronomía
son la misma cosa. Hace muchos años que he decidido
no ir donde no saben comer".
Pero Sevilla es aparte. El vasco
de los grandes templos de la mesa del Sur de Francia,
aprendió a cogerle el aire a la tapita, a la gamba
fresca, a la acedía, al pescaíto en adobo,
pero los días de repicar en gordo se iba a los
dos o tres restoranes vascos de la tierra de María
Santísima, hasta que le resbalaba la salsa
de los chipirones.
Un amigo cabal. Se ha quedado muerto un
crítico de toros en una tarde de feria de abril.
Se nos ha ido un amigo cabal y un profesional sincero.
Unos días antes, sabiendo la estocada que tenía
encima, me llamó para que hiciéramos los
coloquios en el hotel Inglaterra cuando inauguren
la plaza de San Sebastián. Y 'su' plaza
no ha querido esperarlo. Nadie había luchado tanto
como él por recuperar el esplendor de la Semana
Grande.
Pero cuando llegue la Virgen de Agosto
ya no estará allí para contarlo, porque
se nos ha muerto envuelto en el perfume de las flores
de azahar sevillanas. Ese día, cuando las fanfarrias
y los chistularis abran calle para estrenar la plaza nueva,
Paco Apaolaza verá el cortejo desde la eternidad
del monte Igueldo, sentado bajo la fronda de aquel
árbol de Recondo donde nos traían,
desde las brasas, aquellos monumentales chuletones de
buey. En su punto, dorados por fuera y sonrosados por
dentro. ¡Adiós hermano! Y que te recordemos
muchos años delante de una jarra de vino."