Cristian Escribano. EFE
Plaza Monumental de Pamplona. San Fermín. Primera de feria. Novillos del Marqués de Domecq para Cristian Escribano, Juan del Álamo y Diego Silveti.
Enésimo petardo ganadero de Fernando Domecq. Como los buenos marqueses, sus novillos salieron blandos, con pocas ganas de embestir, sin atisbo de casta, esperando su suerte sin oponer resistencia, regalando, como cobardes que son, su vida sin plantear batalla. Justo lo contrario de lo que tienen que ser los toros de lidia. El interés y el respeto de estos ganaderos por la afición queda una vez más que testado -con la corrida de Madrid aún escociendo-, al enviar a tierras navarras una novillada muy desigual de presentación. Cada uno de su padre y de su madre. Lo más denunciable es que han utilizado los sanfermines como laboratorio de pruebas de varios sementales. El estúpido experimento ha terminado con dos resultados. Uno: si es verdad que de tal palo, tal astilla, los sementales tienen que ser tontos y bobos de solemnidad. Lo suficiente como para que los toreen las figuras y terminen de hacer al ganadero más rico. Asunto principal del tratado de los nuevos ganaderos de estos descastados tiempos. Y dos: Para probar novillos se queda usted en su casa. Que esto es Pamplona, no un tentadero de ésos a los que va Padilla, el hijo de Suárez o el Moranco enano.
Abría San Fermín el getafense Cristian Escribano, según me cuentan, uno de los talentos del escalafón inferior. Se le antojan viejas maneras, manías de torero antiguo, temple y quietud. No está mal para empezar. Pero para seguir en este duro camino, lleno de piedras y riscos, algunos puestos por tus mismos colaboradores, hay que dar muchos pequeños pasos. Para dar el primero no hacen falta los pies, sino la cabeza: hacer de tu concepto del toreo, bandera, y llevarla, con orgullo, cada vez que te pones delante del toro. ¡Qué importante es la personalidad! No se puede querer ser en una tanda Antonio Bienvenida y en la siguiente El Cordobés. En su descargo, tenemos que apuntar que no debe ser fácil torear, mientras un banderillero chillón te vocea por el lado izquierdo del burladero, `¡sitio, sitio, dále distancia!´; mientras metro y pico más para allá, en el otro lado de la tronera, el otro subalterno, más gruñidor que las tripas de un tren de vapor, se desgañita, `¡hay que arrimarse, valiente, hay que montarse en lo alto!´. La tarde se le fue a Escribano, entre algunos detalles toreros, y esos vaivenes en el concepto de su toreo. En su mano está el coger el camino más corto: el amañado, o el más largo: el auténtico.
Juan Del Álamo es el máximo opositor a figura de los que vienen por detrás. O, por lo menos, es el mejor novillero de la actualidad. Por muchas cosas. La primera, y fundamental, porque viene con la yerba en la boca. Es más fácil encontrar una aguja en un pajar que un novillero que quiera arrear. El salmantino lo intenta, y no se cansa, con el bobo -que son casi todos-, pero no le vuelve la cara al manso, como el segundo, ni al que apunta malas maneras, como su quinto. En el debe, además de la espada, unas feas y cutres verónicas de recibo mirando al tendido cuándo el novillo pasaba por la jurisdicción del torero. Son detalles que hay que limar. Pinta a torero bueno. Que no se nos estropeé.
De Silveti podemos escribir poco, porque se llevó un lote infumable. Sin posibilidades. El tercero quiso hacer un homenaje al Mundial de Fútbol y se lesionó, a lo Iniesta, quedando imposibilitado para hacer nada que tuviera eco e importancia. Con el sexto, descastado, no pudo nada más que estar afanoso, buscandole las vueltas por ambos pitones a un animal que no decía nada, ni mú. Por su charras maneras, y porque hay algunos apellidos -no todos- a los que hay que esperar y respetar, merece la pena buscar a Silveti por esas plazas de Dios y verlo torear con material del bueno.
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