martes, 20 de noviembre de 2018

Poli Maza



Yo no entiendo de toros, pero si tengo autoridad para hablar de los hombres del campo, aunque solo sea porque crecí, como muchos de ellos, adormecido por las nanas que canta la cigarra en sus noches de duermevela, correteando entre retamas y riscos, interpretando las señales de humo como un indio navajo y, esto no es coña, curando tajos, verdugones y descoyuntamientos con una cataplasma elaborada con saliva, hierbajos y medio puñadito de tierra. Chiquillos que aún naciendo ya pollasviejas, sufrimos la metamorfosis hacia la etapa adulta observando amargamente envejecer a nuestros padres, esculpidos por los arbitrios de la naturaleza. Militamos con orgullo en familias que morían en diferido, traicionadas por los urbanitas, caínes para los de su propia especie, que nos apuñalaban con la quijada del ecologismo de sofá y de un buenismo nàif.

Y reconozco en Poli Maza a uno de los nuestros, al john wayne que se aleja caminando de la puerta del cortijo los Arenales como si estuviese rodando el final de Centauros del Desierto; a uno de esos hombres curtidos a base de sufrir putadas que se preguntan cada mañana por qué nacieron en esta piel de toro póstuma y no en la España de los Austrias. Un hombre que ahora llaman "de los de antes", que es el eufemismo bajo el que pretenden enterrar palabras tabúes para las capciosas sociedades pijoprogresistas, palabras que guardan un tesoro escondido: integridad, honor, decencia y lealtad.

Resulta que a Poli, que nació ganadero y morirá ganadero, le matan sus toros. Que debería de ser lo normal en un hierro mítico, carajo. Como también normal tendría que ser que se los rifen los matadores, que las empresas pujasen por sus piezas como por un Picasso y que el aficionado empeñe el jergón por asistir allá donde le den boleto a un morito con divisa rojinegra. Mas la realidad, siempre más puta de lo que nos imaginamos, es que en los últimos tiempos no los ha querido ni el tato, ni siquiera la legión de viudas que le han salido estos días al Conde de la Maza y que a estas horas deben estar formando el club de fans. Así que los flamantes bichos, que tenían una minoría de aficionados comiendo de la mano por su lidia barriobajera y carácter canchero, de pitón virgen y expresión de ministro de Hacienda, el toro con sus afilados temperamentos, sobre el que Gerardo Diego escribió "cruje el rey sus soberanos huesos, qué poderío", han caído en manos de los jíferos del matadero con la misma solemnidad del que mata un pollo para el arroz.

Y a pesar de que la mayoría de toreros han hecho con la noticia lo que Laudrup cuando daba un pase de gol mirando a la valla publicitaria del Marca, venderle la exclusividad de la tragedia a las figuras es como querer demostrar que el agua se funde con el fuego, aunque el paraguas bajo el que se cobijan, aquello que llamamos Sistema y que es como una Cosa Nostra cañí, es una condena a muerte para los provocadores que osan apartarse del camino correcto. Digamos por ser fieles a la verdad que en todas las casas cuecen habas y es probable que en los Arenales alguna que otra calderada se haya puesto sobre el mantel. Y que, maldita sea, de tanto usarlo, se acabó el romanticismo, que es la soga con la que se ahorcan los soñadores. Y no hay más.

Pero como los buitres, que sacan provecho hasta de la peste, han enviado a los modernos catequistas a hacer enjuagues mentales, buscando el tinte de mera anécdota para tan lamentable pérdida, con sus laberintos de palabras y sus hectáreas de discursos con frases subordinadas, hay que volver a poner de relieve la hegemonía de lo Domecq, que se expande por la dehesa como especie invasora. No se trata de desprestigiar una rama de la tauromaquia porque sí; sino de denunciar el exterminio al que se está sometiendo a muchas otras. Hay ganaderías de primera, de segunda y hasta de regional preferente y no precisamente por su juego; sino por su sangre. Ahí están las necrológicas. Por ahí también están las cartelerías. Por cada ganadería Domecq que va al matadero, existen lo menos tres de encastes minoritarios que le devuelven la visita. Por cada hierro torista que lidia en una feria, da igual la que sea, son tres o cuatro Domecq los que hacen lo propio. Unos pocos se enriquecen, quizás ya ni eso, mientras empobrecen al resto. Y ya se sabe que un mundo cortoplacista cangrenado por el egoísmo al futuro le toca travestirse de utopía.


Dentro de tres mil millones de años un paleontólogo desenterrando recuerdos encontrará una cabeza de vaca en Morón, un costillar en Salamanca o unos amplios pitones en Badajoz. Entonces se estudiarán los encastes como hoy se estudian los dinosaurios. Pondrán todos los medios para que en el material genético de las sagradas osamentas vuelva a prender la chispa de la bravura. Se construirá algún museo, quién sabe si un gran parque temático. Se estrenarán grandes superproducciones en cines futuristas. Ojalá las titulen Tauromaquic Park. Y lo mismo esos locos del futuro que tanto tememos colocan a los ganaderos en el lugar de la Historia que se merecen.

Pero tres mil millones de años antes, esto es hoy, mañana y pasado, el gran reto que se le presenta cada amanecer al aficionado es poder mirarse al espejo sin sentir demasiado asco.